8M: Más feminismo ante un cambio histórico

Las mujeres tenemos que llevar la voz cantante en el diseño y la construcción de instituciones y políticas que nos deben guiar hacia un futuro más justo e igualitario.

El 8M de este año se presenta cargado de polémicas: sobre la conveniencia o no de manifestarse, sobre la prohibición de las concentraciones feministas cuando se han podido celebrar otras de diferente naturaleza y, muy especialmente, la que gira en torno a la conocida como Ley Trans, cuyo borrador incluye cambios necesarios, pero que se pretende sacar adelante cuando el debate ciudadano todavía está abierto y no se han alcanzado aún el consenso y el sosiego que permiten que las leyes sean un instrumento de progreso y transformación social y no solo una publicación en el boletín oficial correspondiente.

Entre tanta polémica y tanta división (y quizás a causa de ellas) reaparecen o se reinventan con protagonismo inusitado expresiones del dominio patriarcal que amenazan con llevarse por delante conquistas que las mujeres solo hemos podido lograr con mucho esfuerzo y hasta con sangre. Lo que ocurre es muy grave, sobre todo cuando se produce en el momento histórico que estamos atravesando, en medio de una pandemia que está costando muchas vidas y actuando como vector acelerador de cambios muy profundos en el mundo en que vivimos, es decir, cuando es más necesario que nunca que el feminismo esté a la altura de las circunstancias y se haga valer como motor decisivo e imprescindible del progreso social.

Ahora es cuando urge más que nunca que la sociedad en su conjunto perciba y valore en toda su dimensión una idea básica del feminismo: las mujeres no buscamos solamente apropiarnos de una mayor porción de la tarta, esa mitad que en justicia nos corresponde, sino hornear una tarta nueva en beneficio de todos los seres humanos. Es una idea que destila vocación de transformación y que ahora debe estar más presente que nunca en nuestra acción diaria, en nuestra vida personal, profesional y política.

La pandemia va a suponer un antes y un después para la inmensa mayoría de la humanidad. Por mucho que las personas quieran volver a su vida anterior, no van a poder hacerlo. Unas, porque han perdido a sus seres queridos y sus vidas ya no pueden ser las mismas. Otras, porque han tenido que cerrar esa empresa que tanto trabajo les costó crear o han perdido su empleo y no encontrarán otras fuentes de negocio o ingresos sin reinventarse de arriba a abajo. Nos guste o no, la pandemia vuelve a cambiarnos la partitura y la juventud tampoco podrá vivir la vida que había soñado o para la que se estaba preparando porque se le ha puesto difícil continuar sus estudios o encontrar trabajo, porque ha debido postergar una vez más la maternidad o irse a vivir con su pareja… Tampoco será igual al esperado el mañana de muchas niñas y niños que han sustituido la calle por las pantallas en un grado mucho mayor del deseable para su salud y su desarrollo como personas, ni el de muchos mayores cuyos últimos años de vida están transcurriendo entre cuatro paredes, sin el oxígeno y el ánimo de vivir que proporcionan los abrazos y el contacto estrecho con los seres queridos.

Con la vacunación generalizada y la recuperación de la actividad volverán los muchos abrazos, bailes y risas que todos tenemos guardados en la recámara, pero no debemos engañarnos: cuando eso ocurra, la realidad será muy distinta a como era antes de la COVID-19 y, si no sabemos anticiparnos a esos cambios, calibrar bien su magnitud e intervenir en ellos con acierto para que jueguen a nuestro favor, el futuro que nos espera puede ser muy complicado.

No solo estamos viviendo una emergencia sanitaria. Debemos contemplar la COVID-19 como lo que es, el detonante que ha provocado que se aceleren los cambios y que haya empezado a construirse un mundo diferente. Y por eso es ahora y no pasado mañana cuando hemos de intervenir con inteligencia y decisión en el diseño en marcha del futuro, siendo plenamente conscientes de que sin la presencia e influencia del feminismo unido en torno a los principales hitos de su agenda histórica será imposible que nuestras sociedades permitan y garanticen que todas las personas, sin distinción alguna, podamos vivir en igualdad de oportunidades, en libertad, en paz y con dignidad.

Los cambios van a ser radicales, globales y complejos porque están removiendo las bases de la organización social que hemos conocido y sus lógicas estructurales, porque afectarán a todos los planos de la vida social y porque ello va a suceder de forma transversal y entrelazada. Y, como sucede en todos los grandes cambios civilizatorios, se trata de procesos de transformación que requieren de una intervención proactiva y acertada de todos los sujetos e instituciones sociales para llegar a buen puerto, algo que no siempre se consigue porque es en momentos como éstos cuando también el cuerpo social se abre en canal y los diferentes intereses se enfrentan y luchan entre ellos con más intensidad y fiereza que nunca.

Lograr que las transformaciones que se están empezando a dar se orienten en la línea del mayor bienestar social, del incremento del cuidado a las personas y al planeta, de la mejora de la democracia, la justicia y la libertad no es ni será tarea fácil, como demuestra la involución acelerada que día a día percibimos a nuestro alrededor. No lo es porque no se trata de una tarea que incumba sólo a las personas individualmente, ni a los gobiernos en exclusiva, sino que constituye, en concordancia con los cambios a los que se ha de hacer frente, una tarea común, transversal y compleja, donde la defensa de la libertad debe tener una dimensión colectiva y no sólo individual, ya que muchas veces se confunde e identifica erróneamente la libertad con los deseos personales.

Tenemos que afrontar este proceso desde al menos tres frentes que nos apelan como individuos, como colectivos que se organizan políticamente y desde del marco general de nuestros valores y principios.

Se trata de un proceso individual, de cada una y cada uno, porque requiere nuevas formas de relacionarnos con nuestras parejas, nuestras familias y las personas que nos rodean; con el modo en que consumimos o nos dedicamos al ocio; con las imágenes y valores que hacemos nuestros a la hora de utilizar los recursos y distribuirlos; con nuestra manera de luchar por nuestros derechos individuales y colectivos, en los centros de trabajo, mediante las urnas o participando en movimientos sociales; con el uso que le damos a la tecnología en el universo digital en el que estamos ya viviendo, pues corremos el riesgo de que nuestra capacidad de pensar críticamente quede en poder de empresas que, a través de algoritmos, nos sitúan allí donde podemos generar mayores beneficios para ellas, aunque sea a costa de polarizar a la sociedad y acabar con la libertad.

El feminismo puede realizar una aportación fundamental a este proceso de cambio, evitando justamente que la tarta se vuelva a hornear por el lado del patriarcado, que excluye a la mitad de la población e impone la fuerza, la agresión, el poder y la mercancía como motores del mundo. Ahora bien, nos enfrentamos a cambios y tareas que comprometen también a nuestras instituciones y al marco general en el que se toman las decisiones que afectan a nuestro presente y a nuestro futuro común.

La política, como es bien sabido, es el instrumento que permite a los seres humanos intervenir a su alrededor y conducir en el día a día los procesos históricos para que estos no sean anárquicos ni respondan tan solo a los intereses individuales o de grupo de los más poderosos. Por ello, ahora también es el momento de que los valores y las propuestas feministas se difundan y penetren con más profundidad y transversalidad que nunca en la política y las políticas, impregnándolas con la lógica del reparto de los recursos públicos.

Por último, además de impulsar el cambio individual y permear la política general y la gestión presupuestaria, el feminismo debe tratar de modificar el marco general, las grandes coordenadas, los paradigmas que determinan la orientación que pueden seguir las expresiones concretas de la acción social. No basta, desgraciadamente, con reafirmar nuestras posiciones personales o incluso de grupo, no basta siquiera con elaborar sobre el papel políticas de diseño, por muy depurado y radical que nos parezca. Hay que procurar cambiar las condiciones que realmente determinan la capacidad efectiva de incidir sobre la realidad de los diferentes grupos sociales y, en especial, de las mujeres como portadoras de nuevos valores y de una percepción liberadora de las relaciones personales y sociales.

En estos días tenemos sobre la mesa un buen ejemplo de lo necesario que es esto último y de lo importante que resulta no limitarse a definir buenos propósitos.

Se le está dando mil vueltas a las vacunas y al incremento de recursos asociado a los fondos de recuperación, transformación y resiliencia como las únicas vías de acabar con la pandemia y permitirnos entrar en una nueva fase de normalidad. Pero la opinión mayoritaria en los medios de comunicación y en las tertulias presenta la situación actual como una especie de paréntesis que debe cerrarse, a ser posible cuanto antes, para volver a la senda anterior. Se trata de un error en el que no deberían caer el feminismo y las opciones políticas progresistas y con vocación transformadora.

Lo que deberíamos preguntarnos ahora no es cuándo vamos a volver a la anterior normalidad, que en nuestro caso y perteneciendo a la Unión Europea implicaría volver a la senda del Pacto de Estabilidad y de las políticas de austeridad expansiva previas a la pandemia, sino en qué medida esa anterior normalidad, esas reglas de juego, esas políticas han sido responsables de que el impacto de la COVID-19 y la crisis que esta ha provocado estén siendo tan fuertes y dañinos.

Lo que hay que cuestionar es precisamente el marco general que ha impedido que los gobiernos hayan podido disponer de recursos suficientes y adecuados para prevenir y/o afrontar con seguridad una emergencia sanitaria de estas características; el marco que impone políticas afirmando que son imprescindibles para disminuir la deuda pero que, en realidad, la aumentan sin cesar, o toma decisiones que provocan un aumento deliberado del desempleo y la precariedad, de la pobreza y la exclusión social; el que ha establecido unas bases para nuestra unión monetaria que aumentan la divergencia entre los territorios y las personas en su seno.

Hemos de preguntarnos y tratar de incidir no solo en cómo transformar en verde y digital nuestras economías sino también en la forma de conseguir que la gobernanza económica sea más social y se oriente preferentemente a satisfacer los intereses mayoritarios. Tenemos que pensar y trabajar para cambiar las reglas de juego, las políticas y acuerdos institucionales que nos han abocado a las sucesivas crisis y a darles salida sacrificando a la mayoría de una población que, como no es de extrañar, cada vez cree menos en que las instituciones democráticas sean capaces o tengan siquiera la voluntad de garantizar su bienestar. Esto es algo que no se logra en un día, ni posiblemente existan aún los consensos y las mayorías que nos permitirían hacerlo. Pero hay que seguir picando piedra y descubriendo vetas de cambio que nos vayan acercando a la transformación que necesitamos.

Por ello, en lugar de pensar en cuándo volveremos a lo que ha fallado, tenemos que preguntarnos cómo obtener ingresos alternativos que representen a la vez una contribución y una distribución de los recursos más equitativa, que permitan sentar las bases de sociedades con más estabilidad y resiliencia económicas, con mayores niveles de igualdad y por tanto más prósperas, y con menos desequilibrios de poder que los actuales, sociedades donde los sistemas democráticos y la igualdad de oportunidades funcionen tal y como en teoría pensamos que lo hacen. Tenemos que trabajar para desmontar la financiarización, la hipertrofia financiera de nuestras economías, que no hace sino aumentar la desigualdad de recursos y de poder, que nos esclaviza encadenándonos a una deuda impagable e impone la lógica económica financiera de la búsqueda de beneficio a cada vez más aspectos de nuestra vida.

Si el feminismo se enreda en sí mismo y no es capaz de contribuir a que la sociedad avance a lo largo de esas tres líneas de acción y transformación (la personal, la política e institucional y la que concierne al paradigma, los principios y los valores), de poco servirá que se elaboren brillantes políticas educativas, sanitarias o de igualdad, o nuestra aspiración a que los servicios públicos nos igualen y permitan a las mujeres no llevar en solitario el mandato de los cuidados y a los hombres ir adoptando lógicas vitales más solidarias, porque unas y otras se convertirán en quimeras.

Solo combinando esas vías desde la unión, la coherencia y el compromiso con los principios comunes se podrá lograr el imprescindible empoderamiento conjunto de los individuos y los gobiernos, de la ciudadanía en su conjunto. Las mujeres y el feminismo tenemos mucho que aportar a ese empoderamiento colectivo necesario para crear un mundo más justo y solidario. Y eso no será posible si hay pocas mujeres en los espacios de toma de decisión o se les da poca voz y autoridad como expertas. Las mujeres tenemos que llevar la voz cantante en el diseño y la construcción de instituciones y políticas que nos deben guiar hacia un futuro más justo e igualitario. Nuestro futuro no puede proyectarse desde una única perspectiva, la de los hombres, que una vez más se hace pasar por universal. Utilicemos este 8M para alzar la voz y recordar que el futuro también debe ser nuestro, es decir, de toda la humanidad.

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