8M en guerra. Pacifismo o pasivismo
El feminismo y los movimientos de mujeres no siempre han podido o querido abogar por soluciones pacifistas, y han participado en guerras o defendido otras luchas violentas. La realidad es compleja
Mientras muchas nos lamentábamos por la llegada de un 8M dividido por las batallas en torno a la identidad sexual, ha comenzado una guerra que no es cultural, sino de las que se llevan vidas y ciudades por delante. Y una guerra que, al mismo tiempo, está anticipando o acelerando cambios que creo que serán profundos y que nos obligan a enfrentarnos a ciertas contradicciones que es necesario abordar con conciencia de su complejidad y huyendo de los lugares comunes.
Como no podía ser de otra manera, los discursos en torno al 8M y el feminismo se están entrecruzando con las tomas de posición política sobre la respuesta europea a la guerra y sobre el respaldo del Gobierno español a dicha respuesta. Así, las ministras de Podemos en el Ejecutivo, Ione Belarra e Irene Montero, han expresado su disconformidad, al menos fuera del Consejo de Ministros, con la política de envío de armas a Ucrania de forma bilateral, apoyada por el Gobierno del que forman parte. Y han llegado a calificar a su socio gubernamental de “partido de guerra”, algo de lo que afortunadamente ya se han retractado. El desacuerdo afecta también a los otros tres ministros de su coalición electoral, que sí han respaldado las decisiones que está tomando el Gobierno respecto a Ucrania.
Lo que me interesa analizar hoy es el hecho de que la oposición y el alegato pacifista de estas ministras se han justificado también en nombre del feminismo. Feminismo que no tengo dudas de que ellas defienden en su labor política, pero que no creo que haya que identificar de manera automática con el pacifismo, o con un pacifismo inmovilista, y menos en el contexto actual de florecimiento de movimientos antidemocráticos que son medularmente antifeministas y en los que el régimen de Putin y algunos de sus oligarcas han jugado un papel clave de apoyo y financiación.
La identificación del movimiento feminista con el pacifismo tiene raíces teóricas vinculadas con la coerción y la violencia como elementos esenciales de las estructuras patriarcales. Tiene también incuestionables referentes históricos, que se remontan a la lucha no violenta de las sufragistas o a la oposición del movimiento feminista llamado maternalista a la Primera Guerra Mundial, si bien hubo otros grupos feministas que apoyaron la guerra dentro de sus discursos nacionales o nacionalistas o como arma para conseguir el sufragio femenino. Mientras las mujeres estuvieron casi ausentes –al margen de alguna poderosa reina– en la toma de decisiones que condujo al estallido de ambas guerras mundiales, sí fueron clave en la construcción de instituciones multilaterales como las Naciones Unidas sobre las que se cimentó la paz. De hecho, la creación de las Naciones Unidas fue en gran parte cosa de mujeres. Y las mujeres seguimos teniendo un papel fundamental en la resolución de conflictos y en la denuncia de las violencias específicas que en estos sufrimos.
Igualmente, existen elementos concretos de la vida y la socialización, o de la biología de las mujeres, que nos han hecho más proclives al pacifismo: las mujeres hemos tenido vetada la participación en los ejércitos durante mucho tiempo, aún la tenemos en muchos países y allí donde sí participamos seguimos siendo minoritarias; apenas nos han regalado soldaditos cuando éramos niñas, ni hemos jugado con ellos, por lo que no tenemos idealizadas las batallas y las guerras; y además, parimos, damos la vida y cuidamos las vidas que luego las guerras arrebatan. A pesar de que no soy una gran seguidora de la corriente maternalista del feminismo, siempre me ha fascinado la metáfora utilizada por Elisabeth Smart en su libro En Grand Central Station me senté y lloré, un auténtico alegato pacifista donde la autora canadiense, en plena Segunda Guerra Mundial, escribió: “Puedo repoblar el mundo entero, puedo dar a luz nuevos mundos en refugios subterráneos mientras arriba caen bombas; puedo hacerlo en lanchas salvavidas mientras el barco se hunde; puedo hacerlo en cárceles sin permiso de los carceleros; y oh, cuando lo haga calladamente en el vestíbulo durante las reuniones del Congreso, un montón de hombres de Estado saldrán retorciéndose el bigote, y verán la sangre del parto, y sabrán que han sido burlados”. La identificación de las mujeres y el feminismo con roles maternalistas puede chocar con las promesas de emancipación de las estructuras y estereotipos patriarcales
Todo ello explica que nuestras vidas hayan estado más alejadas de la participación militar en guerras y conflictos armados, aunque hayamos sufrido todo tipo de violencia y hayamos servido con frecuencia como botín de guerra, así como hemos sostenido la red de supervivencia y cuidados de los ejércitos y de la población civil durante y después de la contienda. Sin embargo, el feminismo y los movimientos de mujeres no siempre han podido o querido abogar por soluciones pacifistas, y han participado en guerras o defendido otras luchas no necesariamente no violentas. La realidad ha sido y es más compleja.
Desde un punto de vista teórico, la identificación de las mujeres y el feminismo con roles tradicionalmente maternalistas puede chocar con las promesas de emancipación de las estructuras y estereotipos patriarcales. Cabe preguntarse si la relación directa de esta noción de no violencia con las mujeres puede implicar una perpetuación de los roles segregados por género y, al mismo tiempo, no tener en cuenta los sistemas de poder que se entrecruzan y los diferentes mecanismos de violencia estructural que sufrimos de manera diferenciada entre nosotras. Para que nos entendamos: lo que el feminismo actual llama incorporar una mirada interseccional partiendo de conocimientos situados, que no es más que tomar en consideración los distintos ejes de desigualdad que nos atraviesan y la intención de construir el conocimiento desde realidades concretas y no desde la generalización que necesariamente conlleva la construcción teórica.
La identificación automática del feminismo con el pacifismo no siempre es trasladable a la vida y los desafíos que tienen por delante, por ejemplo, muchas mujeres de grupos étnicos sujetos a una fuerte violencia o en contextos de guerra. De hecho, hay autoras feministas que critican la idea de que la participación de las mujeres en los ejércitos sea un paso empoderante, al considerar el militarismo como un instrumento patriarcal, pero que también consideran que rechazar la violencia independientemente del objetivo significa no distinguir entre el militarismo estatal, colonial o imperialista y la legítima defensa. Y se preguntan si muchas mujeres de color víctimas de la violencia policial racial en EE. UU. o esclavas sexuales del ISIS en Oriente Medio deben ser tachadas de violentas y, por tanto, quedar excluidas del feminismo pacifista. De igual modo habría que preguntarse si excluimos del feminismo a las ucranianas que defienden a sus familias, sus casas y sus ciudades, que protegen su vida con un arma en la mano. En este sentido, no deja de resultar paradójico que fuertes defensoras del feminismo interseccional y los conocimientos situados como Belarra y Montero no los apliquen en este caso. La vida no es fácil y la política tampoco.
Desde un punto de vista histórico, podemos encontrar innumerables ejemplos que rompen esa asociación automática. La participación de los movimientos feminista y de mujeres en la lucha antifascista ha sido paradigmática. No hay que remontarse mucho en nuestra propia historia para encontrar ejemplos, y si alguien está interesado en el tema puede leer el magnífico libro de Mary Nash: Rojas. Las mujeres republicanas en la Guerra Civil. Si bien el papel de las mujeres en la defensa antifascista de la República se concentró en la retaguardia –sobre todo tras la desaparición del brigadismo–, como correspondía a una sociedad que seguía siendo patriarcal y donde operaba una fuerte división sexual en todos los ámbitos, esto no significa que ellas cuestionaran el militarismo o tuvieran aversión por la guerra. Por ejemplo, a pesar del trasfondo pacifista de la Agrupación de Mujeres Antifascistas (AMA) y de su temprana incorporación al movimiento pacifista internacional, sus miembros participaron activamente apoyando el estímulo militar masculino para el esfuerzo bélico. Consignas como “más vale ser viudas de héroes que esposas de cobardes” o “nunca hemos criado cobardes, los hijos no deben faltar a su deber” fueron proclamadas por esas pacifistas.
Siguiendo a Nash, la organización anarquista Mujeres Libres denunció la coacción que entrañaba el reclutamiento de soldados por mujeres, pero al mismo tiempo llamó a la movilización general y exigió disponer de mejor armamento. Es cierto que cuando llegó el momento de movilizar a la llamada “quinta del biberón”, muchas mujeres, la mayoría de las cuales no militaba en esos movimientos, se resistieron al alistamiento de sus hijos, casi niños, y comenzaron a desechar las anteriores consignas sobre la maternidad como deber para con la patria.
Las mujeres fueron clave en la retaguardia republicana, como maestras y formadoras, confeccionando uniformes y produciendo munición, como madrinas de guerra que se carteaban con soldados en el frente, y cuidando y manteniendo a la población civil. La división de roles siempre estuvo presente y hasta fue justificada por estas organizaciones de mujeres, incluida Mujeres Libres. Los esfuerzos de las mujeres fueron clave para el frente, pero sobre todo lo fueron al permitir que la sociedad civil sobreviviera y resistiera, porque las mujeres que militaban en los grupos feministas y en el movimiento de mujeres querían participar en la lucha antifascista y mantener los derechos conquistados durante la Segunda República. Si se entiende esa postura, tal vez resulte más comprensible la participación de las mujeres en la resistencia armada en Ucrania o el apoyo de partidos que se autodenominan feministas al pueblo ucraniano.
También sería interesante tener en cuenta, para contextualizar esta discusión en el momento actual y el conflicto ucraniano, la financiación del entorno de Putin no sólo a los grupos de extrema derecha orientados a desestabilizar las democracias y la Unión Europea, sino directamente al antifeminismo. El informe La punta del iceberg, elaborado por el Foro Parlamentario Europeo sobre Derechos Sexuales y Reproductivos, denuncia que dos oligarcas rusos, Vladimir Yakunin y Konstantin Malofeev, han empleados estos últimos años más de 170 millones de euros en financiar la lucha contra el feminismo, la diversidad de género y la aceptación de formas de familia distintas a la “tradicional” en Europa. Esta guerra está cambiando muchos rumbos, esperemos que también modifique la actitud tolerante al auge de movimientos de extrema derecha antifeministas
La maquinaria de influencia de Putin ha trabajado para minar los derechos de las mujeres y las personas LGTBI a través de la desinformación y la financiación de campañas antigénero cuyo objetivo era crear división social en el interior de cada país y entre los Estados de la Unión Europea, identificando esta institución con la decadencia moral frente al familismo y los valores tradicionales que los movimientos de extrema derecha defienden y que son un serio peligro para los derechos de las mujeres y el futuro de nuestras hijas. La iglesia ortodoxa rusa ha llegado a justificar el envío de bombas a Ucrania por esta causa.