El tamaño importa, ¡que se lo digan a Amazon!
Enfrente de mi casa hay un contenedor de papel y cartón, y no hay día en que no vea restos de cajas o sobres con el logotipo de Amazon dentro o alrededor de él. Cada día más, del mismo modo que las aceras se pueblan cada vez más de repartidores de Amazon disputándose la visibilidad con los riders de Glovo, Uber Eats o Deliveroo. Al mismo tiempo, el unboxing, el momento de desempaquetar, se ha convertido en una tendencia estrella en los vídeos de Youtube. A estas alturas es evidente que los sucesivos confinamientos han engordado nuestra dependencia de las grandes tecnológicas y las plataformas. Es el abrazo del oso.
La mayor parte de nosotros lleva encima un smartphone y, cada vez que abrimos el móvil para leer una noticia o entramos en alguna red social para ver las fotos de nuestros amigos o conocidos, nos bombardean con anuncios basados en nuestro historial de búsqueda, nuestro historial de compras, nuestra edad, nuestro sexo, el lugar donde vivimos… y se nos tienta con una espiral de consumo constante que incluye la promesa de que recibiremos ese producto en casa y en el menor plazo de tiempo posible. Lo que consumimos constituye una parte cada vez más importante de nuestra identidad personal, lo saben y lo potencian.
Nuestra manera de consumir, que ya estaba cambiando antes de la pandemia, parece que ha mutado definitivamente para dar continuidad a la «economía sin contacto». Y los primeros en llegar a esta nueva realidad del mercado han ido creciendo hasta situarse en una posición monopolista o de cuasi monopolio que encierra mucho peligro para el funcionamiento de nuestras economías y de nuestros sistemas democráticos.
Precios competitivos, comodidad e inmediatez son las bases del paraíso para los consumidores y el infierno para los trabajadores. En los grandes almacenes de Amazon se estrena el nuevo sweating system de nuestra era: brazaletes de supervisión para saber dónde están y qué hacen en cada momento los trabajadores, ratings constantes que condicionan su continuidad en la empresa, inseguridad en el empleo, máquinas expendedoras de analgésicos gratis para poder aguantar el ritmo de trabajo. La cara y la cruz del sistema Amazon. No obstante, a la situación de los trabajadores se suman otros aspectos de la cruz: la unilateralidad en las condiciones y el precio de los proveedores-colaboradores y, por supuesto, la fiscalidad. Ambas han quedado claramente en evidencia estos días en nuestro país.
Con el nuevo año ha entrado en vigor en España la conocida como ‘tasa Google’, un impuesto tecnológico que busca gravar con un 3% adicional a las empresas dedicadas a la publicidad online, la intermediación online o la venta de datos cuyos ingresos sean superiores a los 750 millones de euros en todo el mundo y a los 3 millones en España. Obviamente, Amazon entra dentro de ese supuesto y es por ello que ha enviado un email a las pymes «colaboradoras» (unas 9000) que utilizan la plataforma de Amazon en nuestro país, informándoles de un incremento del 3% en su tarifa de referencia, que es la comisión que Amazon les cobra.
Sin duda, se trata de una doble estrategia. Por un lado, Amazon traslada el impacto del impuesto a un eslabón más débil de la cadena, en este caso a sus proveedores-colaboradores más pequeños. Por otro, le echa un pulso al Gobierno español para que dé marcha atrás y, sobre todo, da un aviso para navegantes a los gobiernos que pretendan seguir los pasos del español, precisamente cuando las entidades supraestatales y, por tanto, de mayor tamaño están trabajando para establecer tasas digitales y hay instituciones internacionales como la OCDE diseñando la puesta en marcha coordinada de un impuesto digital. Lo que hace Amazon es contraatacar con una idea clara, amenazar a los gobiernos e instituciones dando a entender que su afán recaudador, cuyo objeto es engordar un estado ya obeso desde su punto de vista, mata la rentabilidad de las pymes, acaba con el empleo que estas crean y perjudica a los consumidores, quienes ven repercutida sobre ellos, a través de un incremento de precios, la nueva fiscalidad. Del «para qué sirven los impuestos» en su relato, ni hablamos: ¿qué importancia puede tener contar con buenos hospitales y buenos profesionales cuando es posible conseguir a un precio ridículo el enésimo par de zapatillas de deporte que acaba de mostrar un influencer en un vídeo de Youtube?
Cuando vuelva a dar clase, utilizaré sin duda este episodio para ejemplificar varios problemas presentes en nuestro ámbito económico que han adquirido una dimensión excesiva o específica en nuestra era: el funcionamiento de los monopolios en los mercados y el poder que han adquirido las grandes empresas globales en esta fase del capitalismo; las desigualdades de poder que se han generado durante la globalización neoliberal, sobre todo en relación con la libertad de circulación del dinero y la puesta en marcha de unas reglas de juego desreguladoras que han favorecido la concentración empresarial, de capital y de poder; y, sobre todo, el papel que puede jugar el multilateralismo en todo ello, aunque este no siempre lo haya hecho en la dirección correcta, para corregir esas desigualdades de poder que, tras varias décadas de globalización neoliberal, se han consolidado entre las grandes empresas, los fondos de inversión, las grandes entidades financieras, por un lado, y los trabajadores, los proveedores (otras empresas) y los estados, por el otro.
Los monopolios no son buenos ni para el capitalismo. «El capitalismo sin competencia no es capitalismo» dice Jonathan Tepper en su libro El mito del capitalismo. Los monopolios y la muerte de la competencia. Ya Marx hablaba del canibalismo empresarial al que tendía el capitalismo, en el que las empresas grandes acababan comiéndose a las pequeñas. Para garantizar la competencia en los mercados, algo que, por supuesto, no es un fenómeno natural como nos quieren hacer creer, se promulgaron hace cien años las leyes antitrust, especialmente importantes en los EE.UU. Pero estas leyes fueron progresivamente desmanteladas a partir de la década de 1980, bajo el Gobierno de Ronald Reagan y el nuevo orden neoliberal, que además impuso la idea de que lo pequeño era malo para la economía y lo grande, bueno. Esto ha provocado no solo una mayor concentración empresarial, sino también un secuestro de los gobiernos por parte de estos grandes jugadores globales, que pueden mover libremente sus beneficios hasta derivarlos a paraísos fiscales y presionar a aquellos para que confeccionen unas reglas de juego a su conveniencia. Esta tendencia no se ha contrarrestado hasta ahora y las puertas giratorias entre la administración pública y las grandes empresas han seguido siendo transitadas.
La concentración empresarial no ha dejado de crecer en las últimas décadas, durante las cuales se ha reducido enormemente el número de empresas cotizadas en bolsa. Especialmente visible ha sido este proceso en los sectores tecnológicos y en aquellos donde operan las grandes plataformas, en parte porque muchas de las leyes que nos gobiernan en la actualidad se redactaron antes de la aparición de este tipo de negocios. La dinámica de las plataformas es distinta a la existente hasta ahora en otros sectores empresariales. El tamaño les favorece pues las hace crecer exponencialmente. Su éxito reside precisamente ahí. Si el número de personas que ponen sus pisos en alquiler en Airbnb aumenta, también lo hará el de aquellas que busquen en esa plataforma, pues saben que la oferta es mayor. Hay estudios que demuestran que la mitad de las búsquedas comienzan en Amazon porque es el mayor portal de productos, y casi todas las empresas acaban pasando por el aro de ofrecer sus productos allí, con honrosas excepciones como la del productor de sandalias Birkenstone, que abandonó la plataforma harto de que Amazon ofreciera también, sin ningún reparo, copias pirata de sus productos. Pero la mayoría de las empresas no tienen una marca tan potente como Birkenstone y acaban necesitando a Amazon para vender sus productos.
Y es que el poder de mercado y el poder para imponer las reglas de estas grandes empresas no para de crecer y, en muchos casos, absorbe o aniquila a sus competidores. La lista de páginas web que Google ha hecho desaparecer es muy larga, como lo es la de los competidores que Facebook o Amazon han aniquilado. Tepper lo cuenta muy bien su libro. Como Google es la puerta por la que la gente entra a Internet, el buscador principal, el motor de búsqueda por excelencia, puede efectivamente dejar fuera, y de hecho lo hace, a determinados anunciantes, relegándolos, apoderándose de sus datos o bloqueando sus anuncios. De esa manera, se vale de su dominio en la búsqueda universal para penetrar en otros mercados. Antes, en EE.UU., esta penetración era ilegal, pero ahora no lo es. Así se explica que en ese país Google controle el 90% de la publicidad basada en búsquedas, y Facebook el 80% del tráfico en redes.
El impacto de estas prácticas sobre nuestras economías y sobre el funcionamiento de nuestras democracias no se puede desdeñar. Alcanza a los salarios, el empleo y las condiciones laborales de los trabajadores, aumentando, por ejemplo, la tasa de temporalidad en los mercados de trabajo. Conduce a la reducción del número de empresas emergentes y, por tanto, restringe la innovación, ya que es difícil que el capital riesgo financie, pongamos, un buscador innovador que pueda hacer la competencia a Google. Provoca una disminución de ingresos fiscales que adelgaza las arcas públicas y, como consecuencia, la capacidad de los gobiernos de promover el bien común y paliar las desigualdades sociales a través de los servicios y las prestaciones públicas, y espero que con la pandemia de la COVID-19 hayamos aprendido lo importante que es poder contar con esos ingresos y servicios.
Aun así, la avaricia de estas empresas parece no tener límite. Parece evidente que van a luchar con uñas y dientes para evitar que se impongan en la mayor parte de los países del mundo unas reglas de juego que van en contra de sus intereses de poder y de acumulación de beneficios. La falacia de la composición, que demuestra que aquello que es bueno para una empresa en particular no lo es necesariamente para la economía en general y puede, por tanto, acabar dañando los intereses de esa misma empresa, no va con ellas. Ni Zuckerberg ni Bezos son Henry Ford, quien supo ver que mejorando los salarios de sus trabajadores acabaría aumentando su propio mercado, y que la economía no era un juego de suma cero entre él y sus empleados.
La estrategia de estas grandes empresas de plataforma pasa por evitar que las reglas sean generales, porque su capitalización bursátil es superior al PIB de muchos países y les resulta fácil imponer sus propias normas, para lo cual gastan ingentes cantidades de dinero en lobbying y en «expertos» que elaboran informes cuyo objetivo es influir a la opinión pública en favor de sus intereses. Así lanzan el mensaje que justo ahora que con la pandemia y los confinamientos estas empresas están sirviendo a la población, los estados quieren limitar su desarrollo y el de la red que identifican engañosamente con ellas. Y la verdad es que, en casos como el de Google, no son pocos quienes afirman que provee un servicio público, que sin embargo permanece en manos privadas.
Nuestra esperanza radica en que la ciudadanía sea consciente de lo que está en juego y apoye a sus gobiernos en la aplicación de estas tasas —como también debería apoyar la imposición de la tasa Tobin, que debería gravar los movimientos internacionales de capital, especialmente los que se hacen a corto plazo y tienen, pues, carácter especulativo. Radica también en el multilateralismo. Las grandes tecnológicas lo saben y por eso gustan de enfrentar a unos gobiernos con otros en una competición fiscal a la baja, y se resisten a las iniciativas supraestatales como las de la Unión Europea.Esto pudo comprobarse con claridad leyendo el documento que se filtró a finales de octubre, en el que Google atacaba al comisario de Mercado Interior, Thierry Breton, y desgranaba su estrategia para escapar a las «limitaciones irrazonables» que la nueva Ley de Servicios Digitales europea impondría a su modelo de negocio y «reiniciar» la «narrativa política» con el propósito de convencer a la ciudadanía europea de que la nueva normativa pretende poner puertas a Internet. Todo ello justo cuando los creadores de Internet empiezan a afirmar que es el poder monopolista de estas grandes plataformas lo que está acabando con Internet y su espíritu original. Tim Berners Lee, uno de los considerados padres de internet, cree que la propia web está muriéndose, especialmente desde que en 2014 el tráfico en la red dejó de llegar de todas partes y se concentró de manera clara a través de Google y Facebook.
La OCDE tiene ya finalizado el diseño técnico del impuesto a las tecnológicas, pero aún no se ha alcanzado un acuerdo político. Esperemos que las previsiones que estiman que los 137 países que negocian este impuesto llegarán a un acuerdo a mediados de 2021 se cumplan. No obstante, el resultado de las elecciones en Estados Unidos, por muy bueno que nos parezca en todos los sentidos, no tiene por qué serlo en este. La suerte que corrió Microsoft a finales de los años 90 del siglo pasado, cuando el Departamento de Justicia de los EE.UU y veinte fiscales generales presentaron una demanda antitrust contra ella, no fue la de Google hace unos años, a pesar de que existían pruebas claras de sus abusos por su posición monopolista en el mercado. La Comisión Federal de Comercio emitió un informe en 2012 donde se llegaba a la conclusión de que Google había utilizado procedimientos anticompetitivos y abusado de su poder monopolista, y se recomendaba emprender acciones judiciales contra la empresa, que, sin embargo, nunca se iniciaron. La posible razón se desveló tres años después, a través de una información que llegó al Wall Street Journal y que señalaba a Google como la segunda fuente de financiación empresarial en la campaña de reelección del presidente demócrata Barak Obama.
Es cierto que el pasado mes de octubre el Departamento de Justicia de los EE.UU. presentó una demanda antimonopolio contra Google, la cual tiene ahora un frente abierto que, sin duda, podría acabar afectando a todas las grandes empresas, especialmente a Apple. En la demanda se acusa a la compañía de mantener un monopolio sobre las búsquedas y los anuncios publicados en las búsquedas en Internet. Mantiene también que Google ha hecho uso de prácticas desleales para acabar con su competencia, como pagar miles de millones a Apple para ser el motor de búsqueda predefinido en sus dispositivos.
Existen antecedentes de condena en la UE. Cuando en 2014 Margrethe Vestager ocupó el cargo de comisaria europea de la Competencia —actualmente es la vicepresidenta de la Comisión presidida por Úrsula von der Leyden— y, tras examinar las quejas presentadas, acusó formalmente a Google de infringir las políticas de competencia, la Comisión falló en contra de Google y le impuso una multa de 3000 millones de dólares. Esperemos que el «efecto Bruselas» del que habla Anu Bradford, por el cual la UE se ha convertido en referente de la regulación global, pueda mantenerse en el ámbito digital. El Reglamento General de Protección de Datos (GDPR en sus siglas en inglés) es un comienzo, pero aún hay mucho más que hacer. Y por supuesto no solo en el ámbito de las tecnológicas, sino también en el de la política económica, suprimiendo de una vez los paraísos fiscales, fuera y también dentro de la UE o acabaremos con una seria indigestión de tanto consumir sándwiches irlandeses u holandeses.
No podemos cometer los errores del pasado. Google, Facebook y Amazon poseen ventajas tecnológicas claras que explican su poder de mercado, pero también lo explican una regulación favorable y el desmantelamiento de las leyes antitrust, sobre todo en los EE.UU. Fue así como Amazon pudo permitirse comprar a decenas de rivales de comercio electrónico y vendedores de libros online, como Google compró a su principal rival, Doubleclick, e integró verticalmente los mercados publicitarios, como Facebook pudo comprar Instagram y WhatsApp sin problemas, y como todas las tecnológicas han dejado de ser participantes en el mercado para convertirse en creadores de mercado, generando las condiciones bajo las que el resto puede intercambiar bienes y servicios. Una realidad que ha llevado a expertos en plataformas digitales como Frank Pasquale a afirmar que en realidad estas empresas están asumiendo funciones gubernamentales. En nosotros está decidir si queremos que nuestros gobiernos sean corporativos y privados o públicos y democráticos. Necesitamos una regulación valiente que no permita que los ganadores sigan llevándoselo todo.