¿Llega el ‘invierno’ regulador para las grandes tecnológicas?

Hace unos días, se hicieron públicas las conclusiones de un informe del Congreso de EE.UU. sobre la necesidad de regular y trocear las grandes empresas tecnológicas para separar las plataformas de los productos que en ellas se venden. Se las acusa de abuso de poder y de limitar la innovación, la capacidad de elección de los usuarios y la democracia.

Aunque este informe, basado en una investigación que ha durado 16 meses, lleva únicamente la firma de los representantes demócratas en el Congreso, los dos candidatos presidenciales enfrentados en las elecciones del 3 de noviembre han manifestado también su interés de avanzar en la regulación de las grandes tecnológicas, si bien desde ángulos distintos y con talantes muy diferentes. Así pues, parece que el invierno regulador va a llegar a estos gigantes de la tecnología; pero cómo les afectará y en qué dirección los impulsará es algo que aún desconocemos.

Por un lado, Trump tiene la intención de revocar la sección 230 del Communications Decency Act (Ley de Decencia en las Comunicaciones), que permite considerar a las plataformas como editoras y que, por tanto, las hace responsables de los contenidos publicados; lo cual, en la práctica, requiere de una labor de arbitraje inmediato que ni siquiera la inteligencia artificial (IA) más sofisticada puede garantizar. El todavía presidente estadounidense manifestó este propósito después de que algunas piezas de desinformación que había colgado en las redes sociales fueran retiradas por éstas. Por su parte, los demócratas se inclinan por poner en marcha las recomendaciones del informe mencionado y que van en la línea de aplicar la regulación anti-monopolio.

Ahora bien, si es Biden quien finalmente gana las elecciones, es probable que esto no se lleve a cabo. En marzo pasado, tal y como desveló The New York Times, las grandes tecnológicas pidieron al Partido Demócrata que apostara por cualquier candidato que no fuera Bernie Sanders. Y Biden ha reclutado para su equipo a varias personas clave de la élite tecnológica, lo que implica que, si llega a la Casa Blanca, la comunicación entre el Gobierno y estas empresas será fluida. Además, los estudios sobre donaciones y preferencias políticas de la élite y los trabajadores de las grandes tecnológicas demuestran, aunque con diferencias entre jefes y subordinados, su mayor simpatía e implicación con los demócratas, que recibieron el 75% de sus votos en las anteriores presidenciales. Esto quiere decir que la ideología predominante en este sector es la progresista, pero en un sentido limitado, porque para poder poner en marcha una auténtica política progresista hay que desarrollar una fiscalidad progresista, a la que dichas élites se oponen y que, probablemente, era el aspecto que más temían de la política propugnada por el candidato situado más a la izquierda del Partido Demócrata, Sanders.

La regulación no tiene por qué ser vista como algo negativo para el desarrollo y los intereses de una empresa, especialmente una de gran tamaño. Sabemos por regulaciones como el Reglamento General de Protección de Datos europeo (GDPR en sus siglas en inglés), que se está convirtiendo en un estándar mundial para la protección de datos, que la confianza de los consumidores en una determinada tecnología puede convertirse en una palanca que aumenta su uso. Tal y como explica Anu Bradford en The Brussels effect, la Unión Europea domina ciertas instancias de ámbito internacional a través de la externalización involuntaria de regulaciones de los mecanismos globalizadores de mercado, especialmente en lo relacionado con cuestiones medioambientales, seguridad alimentaria, protección de los consumidores o la propia economía digital, siendo Europa una región que está fuera de los dos grandes clusters tecnológicos, el norteamericano y el chino, aunque los esfuerzos políticos y la nueva regulación busquen un marco propicio para que la segunda generación de plataformas digitales cuente con importantes operadores europeos.

Igualmente, sabemos que muchas regulaciones a lo largo de la historia han beneficiado a los grandes frente a los pequeños o a las empresas nacionales frente a las extranjeras. Eso es lo que ocurrió exactamente durante décadas con las leyes antimonopolio estadounidenses, que actuaron como barrera de entrada para empresas extranjeras en suelo norteamericano.

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Además, no está claro que una regulación que ha funcionado en el pasado vaya a hacerlo ahora. Las legislaciones anti-trust estadounidenses como la Ley Sherman de 1890 o la Ley Clayton de 1914 se promulgaron para limitar los monopolios y garantizar la competencia y los bajos precios. Algunas de ellas han tenido una importancia clave para la estabilidad macroeconómica y la contención de crisis financieras, como la Ley Glass-Steagall de 1933, que separaba los bancos de inversión de los de depósito. Derogada en 1999 bajo la Administración Clinton, la Ley Gramm-Leach-Bliley que la sustituyó fue clave para la financiarización de la economía y el deterioro neoliberal de la democracia, la inestabilidad macroeconómica y el aumento de la desigualdad económica y del endeudamiento de familias y estados.

De hecho, desmembrar las grandes tecnológicas tal vez no sea la solución a los problemas de concentración de poder, desinformación, interferencia democrática, supervisión e intromisión en nuestra privacidad, mercantilización de nuestras vidas, diseño de nuestras expectativas y ausencia de pago de impuestos que conlleva el modelo de las big tech. Existen precedentes, como las investigaciones anti-trust de Bell, IBM o la propia Microsoft que supusieron un mayor avance para la innovación y la competencia de lo que habría supuesto trocearlas. No en vano, como afirma este artículo de Bhaskar Chakravorti, los congresistas que proponen romper las grandes tecnológicas debieran ser conscientes de cuánto ha cambiado el mundo desde que lo hicieron con Microsoft o Standard Oil.

Porque tal vez el problema de las grandes tecnológicas no tiene que ver con aspectos vinculados con la competencia. Sus precios han bajado, su productividad ha aumentado, crean buenos empleos (aunque algunas también son responsables del deterioro de las condiciones de trabajo y salariales en otros sectores o del deterioro, también, de los servicios públicos por los pocos impuestos que pagan) y la ciudadanía americana, que como consecuencia de la revolución neoliberal ha acabado reconociéndose en su identidad consumidora más que en la productora, adora estas compañías. Especialmente ahora, en el mundo de la Covid-19, donde la tecnología desarrollada por estas empresas ha cobrado una importancia muy particular; si bien también se han revelado problemas muy graves relacionados con ella, como la desigualdad de acceso, la explotación en el trabajo o el mal uso de nuestros datos.

Quizás el precio, que es donde se concentran en gran medida las políticas anti-trust, no sea la variable clave en esta ecuación. De hecho, podemos afirmar que la clave son los datos, pues los usuarios no obtenemos gratuitamente o a bajo precio los servicios que esas empresas nos ofrecen, sino que pagamos con nuestros datos. Por tanto, en lo que debe incidir la regulación es en determinar si nuestros datos son usados de manera intrusiva o si los usuarios estamos al tanto de su uso y recibimos buenos servicios a cambio. Ésta es la línea en la que se está moviendo la Unión Europea, lo que puede explicar que precisamente no guste, como se ha demostrado hace unos días al filtrarse el plan que maneja Google para combatir el afán regulador de Bruselas, contraatacando al comisario de Mercado Interior Thierry Breton y manipulando el discurso público con el fin de convencer a la ciudadanía de que las nuevas normas europeas quieren poner límites a la red.

La Unión Europea, a través de la Digital Services Act y la Digital Market Act, pondrá en marcha un órgano de supervisión supranacional para las plataformas, que dejarán de autorregularse. Se prevé que se castiguen con multas en referencia a los productos falsificados, las campañas de desinformación o los mensajes de llamada al odio. Algo esto último muy complicado, ya que el lenguaje tiene una gran sutileza y se puede expresar en varios idiomas, en lo que trabajan a través de la IA compañías como Facebook. Se espera que la perspectiva de género esté también presente, y para ello se está realizando un gran trabajo en el Parlamento Europeo en el terreno de los estereotipos de género, el aumento de la presencia de mujeres en el sector tecnológico o la ciber-violencia.

En realidad, centrarse en el precio y en el hecho de que las grandes tecnológicas limitan la competencia tiene como único resultado insistir en la identidad de la ciudadanía como consumidora y no como productora. Está claro que, como consumidores, queremos más opciones, más baratas y más rápidas, pero eso puede chocar en muchos casos con nuestro papel como productores. Como dice Michael Sandel en su libro La Tiranía del Mérito, necesitamos una propuesta que incida en la dignidad del trabajo y que nos sitúe en el centro como productores que promueven el bien común. Gobernar democráticamente implica también regular el papel de las grandes tecnológicas, pero debemos hacerlo de manera que nos permita avanzar en ese bien común y no suponga una barrera de entrada a nuevas empresas, limitando la innovación y la competencia.

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