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No son necios

Las escenas de la toma del Capitolio frente a la mirada entre impotente y cómplice de las fuerzas del orden, y las de Trump y sus íntimos siguiendo el acontecimiento en un ambiente cuasi festivo, han sido difíciles de digerir. Pero igualmente lo es, al menos para mí, la interpretación, bastante extendida en medios de comunicación y redes sociales, de que esos miles de seguidores —y los millones de votantes de Trump— no son sino unos necios, personas con poca instrucción y fácilmente manipulables, los denominados rednecks —pueblerinos y catetos— en los EE.UU. Creo que esa lectura no sólo es incorrecta, sino, sobre todo, peligrosa, porque yerra en el diagnóstico y, por tanto, lo hará en la solución. Y si se consolida esa interpretación, la toma del Capitolio puede ser sólo un paso más del proceso de conquista y perpetuación de esa clase de neofascismo llamada Trumpismo, como el putsch de la cervecería de Múnich lo fue para el nazismo.

Es cierto que, en comparación con la media de los votantes demócratas, los seguidores de Trump tienen menos nivel de estudios. En las elecciones de 2016, Trump consiguió el voto de dos tercios de los electores blancos sin titulación universitaria, mientras que Hillary Clinton se impuso entre los electores con carrera. Es cierto que el nivel educativo, como la raza y el sexo, fueron mejores predictores de la dirección del voto que el nivel de renta. Pero no olvidemos que, en las elecciones del pasado noviembre, Trump consiguió más de 70 millones de votos y que entre ellos hay millones de titulados universitarios, así como individuos que ocupan puestos relevantes en el gobierno de muchos estados y en instituciones clave como las vinculadas con la seguridad nacional o la justicia. Y que, contrariamente a lo ocurrido en las elecciones previas, donde se podía decir que Trump era aún un melón sin calar, estas personas sabían muy bien a quién estaban votando, aunque muchas de ellas lo hicieran tapándose la nariz. Habrá que ver ahora cómo reaccionan esos votantes y las élites conservadoras a la toma del Capitolio y, sobre todo, a la pérdida de la Casa Blanca.

Por tanto, en vez de situarnos intelectualmente por encima de los votantes de Trump y los sediciosos manifestantes del asalto del 6 de enero, haríamos mejor en tratar de entender por qué está ocurriendo todo esto y si existen y por qué las condiciones en EE UU, y en otras partes del mundo, para el avance de los populismos, la democracia iliberal o democracia sin derechos, y una retórica violenta e intransigente, machista y racista, y por tanto, contraria al respeto a los derechos individuales y a los de las minorías. Y comprobar si el coronashock puede o no suponer un punto de inflexión o, por el contrario, una aceleración de esas condiciones o tendencias, que apuntan hacia un neofascismo en su estado inicial.

Creo que si los populismos dan soluciones simplistas a problemas tremendamente complejos, no debemos combatirlos con explicaciones simples como el bajo coeficiente intelectual y cultural de los seguidores de Trump. La literatura, con Shakespeare y sus tiranos a la cabeza, y los análisis históricos explican muy bien qué pasa cuando se dan las condiciones para que líderes autoritarios y populistas consigan un fuerte apoyo popular y una complicidad generalizada, y cuáles son los mecanismos psicológicos que llevan a las y los ciudadanos de una nación a abandonar sus ideales e incluso sus propios intereses. El surgimiento de los fascismos y, muy especialmente, el nazismo en la Europa de entreguerras, o la revolución cultural de Mao son buenos ejemplos de hasta dónde pueden llegar las personas a confundirse con la masa, que, como bien describió Elias Canetti, las iguala despojándolas del miedo y dándoles arrojo para, por ejemplo, tomar el Capitolio.

Se trata de procesos en los que las personas transforman su ira, desesperanza, miedo e indignación en un impulso que les dota de sentido y les hace sentir que son protagonistas de su propio destino y del de sus pueblos, y que obedece fielmente los dictados de un líder. Estos días hemos oído cómo muchos manifestantes, o quienes declaran estar dispuestos a repetir acciones similares en otras partes del país, admitían que su repliegue respondía a la petición realizada por Trump. Ahora, Trump y su equipo, y aquéllos dentro del partido republicano que han callado y les han dejado hacer durante cuatro años, deben estar valorando la verdadera capacidad de arrastre de Trump. El caos despista a la gente, que necesita creer que lo que hace tiene sentido, y nadie mejor que un líder para proporcionárselo. Si Trump y su equipo saben utilizar esto y, sobre todo, siguen dándose las condiciones para que el todavía presidente arrastre a tantas personas, podemos ir preparándonos para tiempos convulsos.

Estoy segura de que todos conocemos personas que defienden posiciones supremacistas, racistas o machistas y que no tienen nada de incultos o de necios. Y también personas trabajadoras y bienintencionadas que «compran» argumentos populistas igualmente supremacistas, racistas o machistas a partidos como Vox en España, o el «Espanya ens roba» de los partidos independentistas en Cataluña, en un proceso de alterización de la culpa, que, desde estos puntos de vista, siempre es de otros. Sabemos, además, cómo estos argumentos son adoptados y se propagan con facilidad entre los perdedores de procesos históricos como la globalización, entre los excluidos y los desilusionados, o, simplemente, entre los que han visto truncadas sus expectativas de mejora o las de sus descendientes. El estatus social herido ha sido, de hecho, un fenómeno en expansión durante estos últimos años en los EE.UU.

Deberíamos, por tanto, centrarnos en por qué en estos últimos años se están dando las condiciones que permitieron que en 2016 un populista como Donald Trump ganara las elecciones presidenciales de EE.UU., y que permiten que éste haya mantenido el apoyo de casi la mitad del país para salir reelegido y que haya miles de personas dispuestas a tomar la sede de la soberanía popular en respuesta a su llamamiento, en lo que ha sido un claro intento de sedición para impedir el juego democrático del traspaso de poderes al presidente electo, Joe Biden.

No existe una única explicación del surgimiento del anticosmopolitismo populista, y aún necesitamos tomar distancia de los acontecimientos para poder analizarlos con rigor, pero me voy a atrever a destacar algunos aspectos que creo son esclarecedores de lo que está ocurriendo. Me centraré en cinco ámbitos: la economía, la educación, la política, la tecnología y los cambios culturales.

En el ámbito económico, estas pasadas décadas hemos avanzado en un proceso de globalización neoliberal que más bien es una hiperglobalización financiera generadora de desigualdad dentro de los países, provocando una clara división entre ganadores y perdedores. De hecho, al tiempo que crece la brecha de renta, también lo hace el miedo a caer, sobre todo en contextos institucionales y culturales como el estadounidense donde no existe la cobertura universal de muchas prestaciones sociales, y donde el 70% de la población cree que la riqueza de las personas tiene que ver con su esfuerzo y su mérito, frente al 30% que lo cree así en Europa. El proceso de individualización de la culpa asociado al fundamentalismo de mercado siempre me ha parecido extremadamente mezquino y peligroso, aunque de él hayan surgido reacciones muy positivas, como las descritas por Karl Polanyi, en respuesta a los procesos de privatización y desamparo del surgimiento del estado liberal y del capitalismo industrial.

La concentración de la riqueza en EE.UU. no ha parado de crecer en estas últimas décadas de desarrollo del capitalismo neoliberal: el 0,1% de la población ostenta el 20% de la riqueza. Esto ha venido acompañado de un estancamiento de los niveles de vida, de un descenso de la esperanza de vida en los últimos años, especialmente entre los varones, y de una disminución del poder de negociación de la clase trabajadora, a causa de la disolución de los sindicatos, así como de la cobertura o accesibilidad a las prestaciones sociales.

En los años en los que gobernó el partido demócrata, se puso más énfasis en paliar los efectos del mercado, fomentando una igualdad de oportunidades que estaba lejos de ser real, que en cambiar la política económica que generaba esa desigualdad y que a su vez limitaba las posibilidades de ascenso social. Insistir en dotar de mejores cualificaciones a los trabajadores para que todos pudieran competir sin cambiar la política económica, no ha redundado ni en mayor igualdad ni en mayor movilidad social. Y esto debería darnos alguna pista sobre lo que nos espera también en los tiempos que vienen, porque ese discurso de la cualificación y la recualificación, aun siendo fundamental dentro de la revolución digital en la que estamos inmersos, no puede ser una solución aislada, ya que no todo el mundo está en condiciones de subirse a ese tren. Y con esto, siguiendo a Michael Sandel y su crítica a la meritocracia, engancho con las razones que podemos englobar dentro del ámbito de la educación.

Una educación que ya no representa un ascensor social en la mayoría de los países, sino un perpetuador de la desigualdad, porque la desigualdad en la propiedad y en la riqueza crea una enorme desigualdad de oportunidades en la vida. El sueño americano, es decir, la movilidad ascendente —junto con el proteccionismo y la ventaja de ser la primera potencia militar y económica mundial—, ha sido siempre la respuesta norteamericana a la desigualdad que genera una economía de mercado, frente a la alternativa europea de los estados de bienestar. Pero la fórmula ha dejado de funcionar, y lo que hay, en cambio, es una competencia feroz para acceder a las universidades de élite, que a su vez genera un incremento de la desigualdad en la remuneración vinculado con haber o no estudiado en ellas. No importa cuántas políticas de igualdad de oportunidades incorporen las universidades a sus procesos de selección del alumnado, siguen siendo los estudiantes de familias adineradas los que acceden a ellas de manera prioritaria, lo cual genera un sentimiento de superioridad moral entre quienes se han esforzado y trabajado duro para entrar y lo han conseguido. Y no entraremos aquí en la cuestión de las donaciones «desinteresadas» de ciertos progenitores a los centros universitarios, como, por cierto, hizo el propio Trump con sus hijos. Ese modelo tiene, además, importantes efectos sobre la salud democrática y los intereses comunes de una comunidad política dada.

Por tanto, como dice Sandel, habrá que lidiar con la cuestión de la meritocracia y la retórica que la acompaña. No sólo no existe tal sociedad meritocrática sino que, incluso si pudiéramos garantizarla, sería política y culturalmente peligrosa, porque genera soberbia entre los ganadores, que quieren creer que su éxito tiene una justificación moral, y humillación y resentimiento entre los perdedores, a los que se responsabiliza de su situación y que se sienten mirados con desdén. Ése es en gran parte el origen de la revuelta iniciada en 2016 con la elección de Trump. La idea de que nuestro destino está solo en nuestras manos es un arma de doble filo, muy inspiradora pero también odiosa, dependiendo del resultado.

En este sentido, tendremos que ver si Biden sigue esa misma línea neoliberal que estrecha el ámbito del debate democrático o da un giro, porque los cambios van a seguir sucediéndose, animados por la aceleración de la digitalización que hemos visto durante la pandemia y que tendrán importantes consecuencias en el mundo del trabajo y, por tanto, en los niveles de vida de la población y en los procesos de inclusión o exclusión social, fuertemente vinculados con la formación y el reciclaje de las personas, la cobertura universal o no de servicios esenciales y la garantía de seguridad que tenga la población. Estamos a las puertas de la imposición de nuevas lógicas de expulsión vinculadas con la digitalización, el cambio climático o los equilibrios geopolíticos, y el nuevo gobierno estadounidense tendrá que redefinirse en muchos aspectos si no quiere alimentar al ejército de desheredados, humillados y excluidos que van a continuar siguiendo a este Trump o a otro.

Para superar la polarización política de nuestro tiempo, será necesario también abandonar el enfoque tecnocrático de la política y dar paso a una mayor deliberación democrática que redefina los objetivos de cada comunidad política. La concepción tecnocrática de la política está muy unida a la fe ciega en los mercados y a la representación desproporcionada de economistas entre los asesores gubernamentales. Economistas formados en facultades de Economía donde se les infunde el fundamentalismo de mercado.

Yascha Mounk describe muy bien cómo ciertas condiciones que explican el camino que han recorrido juntos la democracia y el liberalismo ya no están presentes en nuestras sociedades, como el incremento del nivel de vida para la mayor parte de la población, la homogeneidad étnica —o jerarquía racial en el caso norteamericano—, o, con la llegada de Internet, el monopolio de la élite política y económica de los medios de comunicación. A medida que las opiniones de la población tienden hacia lo iliberal y que las preferencias de la élite se vuelven antidemocráticas, el liberalismo y la democracia comienzan a chocar entre sí.

El método tecnocrático no sólo ha fallado como método de gobierno, sino que también ha estrechado los márgenes del proyecto cívico al concebir el bien común sólo en términos económicos —el sacrosanto PIB—, lo que ha empobrecido el discurso público. Tener gobiernos más meritocráticos no los ha hecho más eficaces, pero sí menos representativos. Esto puede explicar también que el apoyo al partido demócrata haya basculado de las clases trabajadoras a las clases educadas, lo que a su vez como dice Thomas Piketty refiriéndose a los partidos progresistas en general, puede explicar que la lucha contra la desigualdad no haya estado en sus prioridades de política económica.

La realidad es que todo ello ha provocado una creciente sensación de desempoderamiento en extensas capas de la población. Quienes tomaron el Capitolio esta semana utilizaban, en muchos casos, un lenguaje lógico y democrático, iliberal pero democrático, al declarar que estaban ocupando la casa del pueblo norteamericano, su casa, y que lo hacían porque no sentían que sus intereses estuvieran siendo representados allí adecuadamente, hablaban de que estaban haciendo una revolución en nombre del pueblo norteamericano. Es cierto que Trump tampoco ha defendido sus intereses estos últimos cuatro años, pero esta parte de la población sí se ha visto representada en su retórica del «America first«. Trump es el síntoma de ese descontento, no su origen, y haremos bien en no centrarnos en la hipocresía de su mensaje. La mayoría de los que entraron en el Capitolio sienten que el sueño norteamericano se ha esfumado o, más concretamente, que se lo han robado, a ellos y a sus descendientes.

Si a esto sumamos el efecto de las nuevas tecnologías y las redes sociales, y su capacidad de difusión de las noticias falsas y la desinformación, el cóctel está servido. Aunque no sólo han contribuido las redes, también los medios de comunicación que venden como equidistancia periodística lo que en una sociedad democrática no puede serlo. No se puede tratar igual a los racistas y a los no racistas —como muchos hicieron con el seguimiento de un fenómeno tan importante como el de Black Lives Matter—, a quienes aterrorizan a las minorías y a quienes las defienden, a quienes tratan de disciplinar a las mujeres a través de la violencia y a quienes defienden la igualdad de género.

Dentro de la revolución cultural neoliberal, la tecnología y la economía funcionan como pegamento central de nuestros lazos sociales. Como dice la socióloga francesa Eva Illouz, los intereses económicos difunden una subjetividad basada en la satisfacción expeditiva de las necesidades, que hacen que el consumo capitalista funcione cada vez más por vía de un supuesto empoderamiento ayudado por la acción exponencial de Internet y las redes. La penetración de la racionalidad económica en cada vez más ámbitos sociales ha transformado muchos de éstos en mercados, incluyendo el mercado del sexo, con consecuencias importantes para nuestra vida privada e íntima, llenándonos de incertidumbre. Una incertidumbre que es carne de cañón para populistas y soluciones simples, y por tanto, imposibles, para problemas que son complejos.

La revolución digital y tecnocrática puede además escalar mucho de las circunstancias que explican las condiciones que estoy describiendo aquí. La aceleración en el uso de la tecnología, la digitalización y las nuevas formas de trabajo que se han impuesto durante la pandemia no van a cesar. Según un informe de McKinsey (aquí), la productividad en los EE.UU. ha aumentado en el tercer trimestre de 2020 un 4,6%, después de hacerlo un 10,6% en el segundo trimestre, el mayor incremento desde 1965. Obviamente, esto está muy relacionado con la disminución de las horas trabajadas, la mayor desde 1947, y con las actividades que han podido desarrollarse en esta «economía sin contacto» y las que no, lo cual puede generar aún más desigualdades, también en la posibilidad de adaptación a la realidad de las empresas, que será muy diferente a como era antes de la pandemia.

De hecho, las empresas están tres veces más dispuestas que antes de la crisis a mover al menos el 80% de la interrelación con sus clientes al ámbito digital. Esto tendrá impactos muy amplios en el mundo del trabajo y también en el del consumo, alterando profundamente nuestra forma de vida. Es cierto que el fuerte impacto de la pandemia sobre las cadenas de aprovisionamiento globales y el creciente empobrecimiento de las clases trabajadoras en los países ricos, que reduce las ventajas salariales de la deslocalización, generan nuevas oportunidades. También el desarrollo de la inteligencia artificial y la analítica de datos permiten conocer mejor los espacios de mejora de las cadenas de suministro, lo que podría limitar la dependencia de terceros países como China y generar más puestos de trabajo en países como EE.UU. Pero no está claro que eso sea suficiente para mantener unos niveles de empleo suficientes.

En cualquier caso, la digitalización de cada vez más aspectos de nuestra vida puede estar potenciando condiciones culturales de la revolución neoliberal que también explican los riesgos de que la toma del Capitolio sea sólo un paso en el camino hacia una era populista. La individualización del éxito, pero también del riesgo y del fracaso, que hemos mencionado antes y que van de la mano de la mercantilización de cada vez más aspectos de nuestra vida y, muy especialmente, de la resignificación de los grandes ideales democráticos, nos aleja de la formación de una comunidad política verdaderamente democrática. No es baladí en ese sentido que esté aumentando el porcentaje de jóvenes que no consideran que vivir en democracia sea algo muy importante. Tomemos pues para terminar la resignificación de los valores de libertad, igualdad y fraternidad.

Con la revolución neoliberal, la libertad como principio ha sido sustituida por la libertad individual, es decir, por los deseos. Esto tiene fuertes implicaciones en la arriba mencionada creciente mercantilización de nuestra vida y la entrada de la lógica economicista de mercado en nuestro espacio social, íntimo y hasta sexual. La concepción libertaria de la libertad, que la entroniza por encima del resto de los valores y que han defendido los seguidores de Trump negando el uso de mascarillas o las vacunas, es un buen ejemplo. El concepto de libertad, siguiendo a Wendy Brown y sus magníficos análisis sobre el neoliberalismo, ha sido un concepto fácilmente apropiable para los fines políticos más cínicos y opuestos a la lucha por la emancipación, como vemos actualmente.

La resignificación de la igualdad en estos movimientos populistas también está clara. Desde el feminismo lo sabemos muy bien, porque estos movimientos son tremendamente antifeministas y nos quieren hacer creer constantemente que quienes vamos en contra de la igualdad somos precisamente el movimiento que más ha luchado por conseguirla. La superioridad racial y de sexo de los hombres blancos norteamericanos, lo que se conoce como salario psicológico, se ha desvanecido. Y no sólo por las políticas de igualdad de oportunidades y por las acciones positivas que tienen como fundamento teórico la idea de que tratar igual a los desiguales lo único que hace es perpetuar esa desigualdad, sino por las dinámicas más generales vinculadas con la globalización, las políticas económicas deflacionistas y el papel de la educación que he comentado previamente.

Por último, la meritocracia y la ética meritocrática, más extendidas en EE.UU. que en ningún otro lugar, dinamitan la solidaridad y la fraternidad. El fundamentalismo de mercado, con su énfasis en una inexistente igualdad de oportunidades y en la responsabilidad individual, erosiona la solidaridad y las obligaciones mutuas entre la ciudadanía. Este marco cultural e ideológico, que vende nuestra retirada hacia la individualidad como un proceso de empoderamiento, en realidad nos desempodera al despojarnos de nuestros vínculos con la comunidad. Desde la economía feminista hemos trabajado mucho la ética del cuidado y la falacia de la independencia. Tenemos que asumir que parte de lo que hemos conseguido se debe a la suerte, al hecho de haber nacido con unos dones, en una determinada parte del mundo, en una familia determinada y dentro de una determinada raza y sexo, pero también a la acción de muchas otras personas que nos cuidaron y siguen cuidando, de otras que nos han ayudado a lo largo de nuestra vida, e incluso de quienes perdieron su vida por defender sistemas políticos e instituciones que nos protegen y rebajan nuestra incertidumbre frente a las contingencias que nos acontecen a lo largo del ciclo vital.

Tenemos que ver a Trump como lo que es: un síntoma del avance del anticosmopolitismo populista, las opciones neofascistas y la democracia iliberal o sin derechos, y no su origen. Decía George Orwell que ver lo que tenemos delante de nuestras narices requiere un esfuerzo constante. Tenemos que cambiar realmente lo que no funciona, lo que tampoco funcionaba antes de la pandemia. Llamar necios a los votantes de Trump y a los que tomaron el Capitolio no es el buen camino para hacerlo.

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