Recuperación, transformación, resiliencia y cuidados: por una tercera transición
Si queremos que la transformación económica que diseñamos sea también social, debemos incorporar una hermana trilliza de las transiciones gemelas verde y digital, la de una nueva organización social de los cuidados..
Estos días estamos de enhorabuena en Europa, a pesar de que la segunda ola de la pandemia no acaba de darnos una tregua. Se ha conseguido desbloquear el presupuesto para los próximos siete años y el plan de recuperación asociado a la COVID-19. Ya solo falta que se llegue a un acuerdo para el Brexit para acabar este año aciago con esperanza.
El pasado viernes los líderes de los estados miembros de la UE aprobaron el Marco Financiero Plurianual de la Unión, dotado con 1,1 billones de euros, y dar vía libre a un fondo excepcional con deuda común, más conocido como Next Generation EU, que movilizará 750.000 millones de euros. Estos fondos no solo deben servir para ayudar a los países a paliar los efectos de la pandemia y la crisis económica asociada a ella, sino que tienen la vocación y la responsabilidad de servir como herramienta para la transformación de nuestras economías en pos de la sostenibilidad medioambiental y la digitalización, y sin duda también deberían servir para avanzar en justicia social, con la inclusión de los cuidados como un eje central de nuestras políticas.
El acuerdo en sí se fraguó en el mes de julio, pero el veto de Hungría y Polonia a la decisión de vincular las transferencias al respeto del Estado de derecho ha hecho que solo se haya podido cerrar in extremis antes del fin de 2020. La prioridad del gasto en proyectos transformadores que sustenten el pacto verde y la digitalización estaba ya clara, por tanto, desde el verano, en parte porque se alinea con los objetivos de la Comisión Europea en torno a lo que se conoce como las transiciones gemelas, la verde y la digital.
Eso ha valido para que los estados miembros y los distintos agentes económicos lleven desde entonces diseñando propuestas y organizando su gobernanza como ha hecho España con el real decreto-ley por el que se aprueban medidas urgentes para la modernización de la administración pública y para la ejecución del plan de recuperación, transformación y resiliencia. Este plan conllevará la mayor modernización de la administración pública que hayamos visto hasta el momento, con un sistema de gobernanza distinto. Por ejemplo, se crea una nueva figura, la de los proyectos estratégicos para la recuperación y transformación económica (PERTES) o fórmulas más flexibles y adaptativas a los requerimientos de los proyectos financiables con el Instrumento Europeo de Recuperación.
En la mayoría de los países se han establecido oficinas u organismos estatales para su coordinación, que a su vez se nutren de inputs provenientes de oficinas regionales o municipales. Esa forma de proceder y ese espacio para proyectos desarrollados de abajo a arriba que sin duda dará diversidad y riqueza a las propuestas también conducirá a situaciones muy dispares en función de lo inclusivas o transparentes que hayan sido las distintas convocatorias a nivel municipal, regional o estatal. Si la oficina de un ayuntamiento solo ha convocado a los prohombres que siempre se han movido bien cerca del poder, es posible que esos proyectos acaben teniendo un sesgo más orientado hacia la inversión y la captación de rentas que hacia la transformación. Si, por el contrario, las convocatorias han sido abiertas y transparentes, la innovación transformadora tendrá más cabida en los proyectos, como también la tendrán las pymes, cooperativas y empresarias innovadoras poco presentes en los grupos de poder tradicionales.
Igualmente, las posibilidades de cada territorio dependerán en parte de las capacidades existentes en cada uno de ellos, que, como bien sabemos, son muy distintas a lo largo y ancho de Europa y en el interior de cada estado miembro. Así las cosas, a no ser que se arbitren medidas correctoras, aquellos territorios con menos capacidades, que coinciden con los de menos rentas y más necesidades sociales, podrían resultar menos beneficiados de esta ola financiera con vocación transformadora. El papel de las oficinas nacionales y el establecimiento de sinergias con otros fondos europeos, como los fondos de cohesión o los de investigación e innovación, agrupados bajo el paraguas del programa Horizonte Europa, serán esenciales para no dejar a ninguna persona ni territorio rezagado en este impulso modernizador. Como también lo serán las sinergias con el desarrollo del plan de acción del Pilar Social Europeo para evitar que haya pistas paralelas que no converjan en una transformación integrada, verde, digital e impregnada de justicia social.
En este sentido, el componente social de las propuestas y las exigencias que se arbitren debe ser tenido en cuenta de manera prioritaria y clara en la selección y seguimiento de los proyectos. La idea y la narrativa de no dejar a ninguna persona y ningún territorio detrás se repite constantemente en los documentos comunitarios y en las declaraciones de sus líderes, pero aún tiene que hacerse realidad. Es cierto que el carácter social está más presente que nunca en los programas comunitarios, y que desde el año 2017 contamos con el Pilar Social Europeo y con un conjunto de indicadores sociales que, aunque todavía no plenamente desarrollados, apuntan a un cambio en la narrativa deflacionista dominante hasta ahora.
Sin embargo, mientras que desde Bruselas se han establecido indicadores claros de seguimiento para la transformación medioambiental dentro del plan de recuperación, no ocurre lo mismo con los indicadores sociales. Y eso es algo que tenemos que corregir en todos los niveles de gobierno, porque la crisis de la COVID-19 está provocando que a nuestras sociedades les salten muchas costuras que ya estaban muy dilatadas, como consecuencia de dinámicas globales de aumento de la desigualdad y precarización de los mercados de trabajo o a causa de los efectos de las mal llamadas políticas de austeridad. Recordemos que dichas políticas dejaron a muchas personas sin acceso a recursos básicos y acabaron debilitando nuestros sistemas de bienestar, los cuales han respondido con muchas carencias durante la pandemia, sobre todo en lo relativo al cuidado de las personas dependientes, muy especialmente las personas mayores, y de aquellas que los cuidan.
La crisis de cuidados y de mortandad que se ha vivido en las residencias de ancianos en toda Europa pone sobre la mesa un problema de enorme importancia y transcendencia, donde se mezclan dinámicas de desigualdad de género, etnia, renta u origen geográfico con problemas demográficos vinculados con el envejecimiento de la población, laborales relativos a la precarización de los mercados de trabajo y el surgimiento de contratos laborales no estándares que generan mucha inseguridad a las y los trabajadores, y fiscales resultantes de la globalización neoliberal que han ido adelgazando nuestros sistemas de bienestar.
En algunos países, como España, las consecuencias de esta crisis tienen derivadas bien sórdidas en los abusos que se llevan a cabo dentro del marco del cuidado privado, especialmente con respecto a las trabajadoras domésticas internas, normalmente mujeres provenientes de América Latina que carecen de las capacidades reales o de los papeles suficientes para hacer valer sus derechos en un mercado de trabajo que alberga uno de los niveles de paro más altos de la UE.
El miedo a llevar a los mayores a las residencias ha disparado todo tipo de abusos, con ofertas de trabajo para internas por 300 euros al mes y comidas racionadas para que ni siquiera salgan a la calle y así evitar el contagio de las personas mayores a las que cuidan. Tal y como nos cuenta David Brunat en un reciente artículo en El Confidencial, hablamos de condiciones de semi esclavitud que, en muchas ocasiones, también se dan a modo de trabajo no remunerado en el seno de las familias o a través de empresas que pagan los salarios más bajos del mercado a mujeres que se dedican al cuidado de la vida de otros seres humanos, una labor con un gran valor social pero con muy poco valor de mercado al haberse realizado siempre de manera no remunerada y no reconocida en el hogar por parte de las mujeres.
Por eso creo que, si queremos que la transformación económica que diseñamos sea también social, debemos incorporar a la narrativa comunitaria y de los estados miembros una hermana trilliza de las transiciones gemelas verde y digital, la de una nueva organización social de los cuidados. Entendiendo por cuidados —y me autocito en mi libro La Economía de los Cuidados— «una dimensión de la vida humana que es también económica en la medida en la que comporta uso de recursos escasos, materiales, inmateriales, de energía y tiempo, con costes directos e indirectos evidentes y la realización de un auténtico trabajo que satisface las necesidades humanas básicas».
Las ideas de interdependencia y autonomía tan arraigadas en nuestros sistemas de valores tienen que ser descartadas definitivamente. La COVID-19 ha puesto de manifiesto algo que muchas ya sabíamos: que la humanidad es profundamente interdependiente y, por tanto, es fundamental arbitrar los mecanismos para que esta interdependencia y el cuidado que le va parejo no se den con explotación y sin derechos. Por este motivo son necesarios un Pacto de Cuidados y situar al mismo nivel que las transiciones verde y digital una transición hacia una nueva organización social de los cuidados.
Añadir esta tercera transición al esquema es imprescindible, como también lo es asegurarnos de que exista una absoluta coordinación entre las políticas sociales y económicas. Los gobiernos deben definir áreas estratégicas de inversión aprovechando la expansión monetaria, pero estas han de estar alineadas con las necesidades sociales de la población y con la lucha contra las desigualdades. Estas transformaciones requieren que el estado tenga un papel más activo en la economía y que los servicios públicos, también los vinculados con el cuidado, sean vistos como inversiones y no como cargas.
Que eso sea o no posible dependerá como siempre de la correlación de fuerzas que haya en nuestras sociedades. Esta semana debatiremos y votaremos en el Parlamento Europeo un informe denominado «On a strong social Europe for Just Transitions» que contiene tres partes. Una primera parte focalizada en la implementación del Pilar Social Europeo y la adopción de un Pacto de Desarrollo sostenible y de un Pacto de Progreso Social. Una segunda parte relativa a los instrumentos financieros para acometer una transición justa como el Fondo Social Europeo, la Garantía Juvenil, la Garantía Infantil, el instrumento SURE para financiar los ERTE y el Fondo de Transición Justa. Y una tercera parte que establece el corazón de la futura agenda social europea que debe discutirse en la cumbre de Oporto el año próximo y que girará en torno al establecimiento de objetivos relativos al trabajo decente, sostenible e inclusivo; la justicia social y la igualdad de oportunidades; sistemas de bienestar social robustos; y una movilidad justa. El resultado de esa votación anticipará cuán social exigirá Bruselas que sean los planes de recuperación de los estados miembros y si realmente acabaremos añadiendo la tercera transición hacia otra organización social del cuidado que nuestras sociedades y nuestras economías necesitan con urgencia.