Reestructurar la deuda pública en el BCE
Para un debate útil y necesario, una propuesta rigurosa y viable, incluso para la ortodoxia.
Firman este artículo:
Cecilia Castaño, Catedrática de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid.
Lina Gálvez, Catedrática de Historia e Instituciones Económicas de la Universidad Pablo de Olavide.
Carles Manera, Catedrático de Historia e Instituciones Económicas de la Universitat de les Illes Balears.
Juan Torres; Catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla
Un artículo escrito por los economistas Thomas Piketty, Cristina Narbona, Nacho Álvarez y Steve Keen, al que se han sumado unos cien economistas más, publicado en siete importantes periódicos europeos, ha removido un tema que, hasta ahora, era considerado un anatema en el campo de la economía aplicada y del pensamiento económico: la deuda pública y su reestructuración, en el marco de la eurozona. Este espacio económico, con unión monetaria pero sin unión fiscal, tiene, en el terreno de las deudas públicas y sus consecuencias, una realidad compleja: los países menos desarrollados, los del sur de Europa, se encuentran constreñidos por la existencia de una moneda sobrevalorada. A esto deben añadirse factores internos, de estructura productiva, que infieren a su vez déficits externos.
Durante la Gran Recesión (2008-20014), la austeridad expansiva aplicada a esas naciones supuso la devaluación interna (en particular salarial) y la exigencia de controlar déficit y deuda. Estos elementos significaron la precariedad laboral y social y una dificilísima situación para las capas vulnerables de la sociedad. Grecia fue el exponente de todo ello. Durante la pandemia, estamos viendo cambios relevantes en relación a la austeridad expansiva. De entrada, la política monetaria del BCE ha dado un giro importante: el abandono de mantener la inflación en el 2% –un aspecto que se está discutiendo a fondo en la sede del BCE–, para centrar los esfuerzos en preservar los países con déficits públicos muy profundos. La conexión con la política fiscal –poco presente durante la Gran Recesión– se ha hecho palpable. Incluso aquellos gobiernos que eran líderes en la aplicación de la austeridad, han optado por relajar el control del déficit público ante los desequilibrios provocados por la pandemia. Las cifras son elocuentes, a pesar de ese golpe de timón: los tipos de interés son negativos, mientras que la inflación persiste por debajo del 2% e incluso, en algún país, se acerca a escenarios deflacionistas, con expectativas de inflación por debajo del objetivo en un horizonte temporal de hasta 5 años.
La insuficiencia mostrada por la política monetaria para lograr sus propios objetivos -el mantenimiento de un output gap estable y un nivel de precios “cercano, pero ligeramente inferior al 2%”-, en un contexto de tipos de interés negativos, ha abierto la puerta a plantearse nuevos instrumentos que pudieran ampliar el set de políticas económicas al alcance de los bancos centrales. La apertura, en 2012 de las operaciones directas a través del programa Outright Monetary Transactions y, posteriormente, el programa de Quantitative Easing, ampliado en 2020 a través del Pandemic Emergency Purchasing Program, han contribuido a borrar, o al menos a difuminar, las fronteras entre la política monetaria y la política fiscal. En efecto, en su interés por elevar la inflación y por bajar los tipos de interés a largo plazo, la política monetaria ha generado un nuevo espacio fiscal para los gobiernos, con la adquisición de hasta un 30% de los bonos de deuda pública y la ampliación del balance del Banco Central Europeo. La puesta en marcha del OMT y del QE no se hicieron sin polémica. Examinada por el Tribunal Constitucional Alemán -una circunstancia extraordinaria en la que el tribunal de un país examina la actuación de las instituciones europeas-, la legalidad del programa de compras se basa en su carácter limitado y proporcional a los objetivos establecidos por la política monetaria.
En tal contexto, los gobiernos de la Unión Europea han decidido, avalados por esa política monetaria y por una reorientación del pensamiento económico en la Comisión Europea y el FMI, implementar un programa de inversión sostenido en la mutualización de la deuda generada a través de aportaciones futuras al presupuesto comunitario, por valor de 700.000 millones de euros, el conocido programa NextGeneration. Con todo, NextGeneration no es, ni por su planteamiento, ni por su ejecución, un programa de estabilización contracíclica: aunque pueda tener un efecto de estímulo, su horizonte temporal es el crecimiento a largo plazo, no la reducción de output gap a corto.
Así, la eurozona, con una política monetaria que ha agotado sus efectos, con un programa de mutualización cuya naturaleza no está pensada para la estabilización contracíclica, cuenta sólo con las políticas fiscales nacionales para ejercer ese papel de estabilización. Sin embargo, el espacio para esta política fiscal está muy limitado por la abultada cantidad de deuda pública acumulada y la más que previsible reactivación de las reglas fiscales en 2022 o 2023 como muy tarde. En otras palabras: la política fiscal se encuentra maniatada a medio plazo, constreñida por altos niveles de deuda. Con esta insuficiencia de instrumentos, la capacidad de la política monetaria para cumplir sus objetivos es muy limitada, como estamos viendo.
Y es, en este contexto, en el que surge la idea de incrementar la coordinación entre la política fiscal y la política monetaria. Algo que ya está en el debate de política económica de manera abierta, y que se ha materializado en diferentes propuestas. Señalemos, por ejemplo, la desarrollada por Jordi Gali en 2020, que defendía la monetización de una parte de la deuda pública emitida por los gobiernos. Algo en lo que también avanzaba Paul de Grauwe ese mismo año. La otra alternativa que se ha puesto encima de la mesa, hace ya unos años, fue el programa de reestructuración de deuda pública presentado por Paris y Wyplosz en 2014. En otras palabras, de nuevo: la mejora de la coordinación entre la política fiscal y la política monetaria deviene fundamental para que ambas puedan cumplir sus objetivos, dada, en primer lugar, la difusa frontera que impera ahora mismo en el policy mix, y en segundo lugar, el reconocimiento de las interdependencias existentes entre una y otra, que ha sido, como hemos visto, reafirmada en numerosas ocasiones como consecuencia de las lecciones aprendidas de la crisis financiera de 2008-2014.
La idea expresada en el artículo, que aboga por una cancelación de una parte de la deuda pública situada en el balance del Banco Central Europeo, con una condicionalidad en materia de inversiones para el crecimiento verde, debe entenderse siempre desde esta óptica, y podría defenderse desde la más estricta ortodoxia en materia de política económica:
En primer lugar, porque permite mejorar la coordinación entre la política fiscal y la política monetaria, al generar un canal directo entre el balance del Banco Central Europeo, la generación de espacio fiscal y el incremento de la inversión pública. En otras palabras, y como reconoce el propio Gali en el artículo ya reseñado, es una alternativa a la monetización, en la que se genera espacio fiscal no sobre la deuda por emitir, sino sobre la deuda ya emitida.
En segundo lugar, porque es técnicamente viable, si se estructura tal como y propusieron Paris y Wyplosz, a través de un canje de deuda por bonos perpetuos en el balance del BCE.
En tercer lugar, porque podría incorporar todas las condicionalidades necesarias para no “relajar indefinidamente” las restricciones presupuestarias impuestas por la eurozona (aunque ese debate también debería abrirse) y,
En cuarto lugar, porque se puede estructurar de una manera temporal y proporcional a los objetivos de la política monetaria -recordemos, mantener estable el output gap y el nivel de precios- salvando de esta manera los requisitos impuestos por el Tribunal Constitucional Alemán al propio QE.
Las críticas que se han desarrollado a la propuesta son varias, y señalan vías a la investigación:
El primer grupo de críticas avanza al límite que tiene la monetización en la tensión de una inflación fuera de control. Este escenario no se intuye en la eurozona, teniendo en cuenta la evolución de los precios hasta la fecha y las expectativas de inflación a largo plazo. La confianza en el euro por parte de los mercados es un factor que disuade tensiones de precios, toda vez que no se van a producir devaluaciones. La hiperinflación es la única amenaza potencial, ya que provocaría desconfianza total en la moneda –recuérdense las hiperinflaciones alemana y austríaca a principios de la década de 1920, hace ahora justamente cien años- La posibilidad de la política ultraexpansiva del Banco Central Europeo genere una hiperinflación son muy remotas, porque el BCE no ha renunciado, en ningún momento, a su mandato de control de precios, como bien han señalado Blanchard y Pisani-Ferry.
Otros críticos han mostrado que la cancelación de la deuda está prohibida por los tratados, que obligan a los países miembro a pagar sus deudas a la eurozona. Si bien esto es cierto, el canje de los títulos en cartera por títulos perpetuos en ningún caso puede entenderse como un impago. Los títulos perpetuos son un activo perfectamente intercambiable en mercado secundarios y podrían ser utilizados en el marco de la futura política monetaria en operaciones tradicionales de mercado abierto. Que esos títulos perpetuos paguen o no cupón es poco relevante, en la medida en que los beneficios del BCE se distribuyen a los estados miembros vía el sistema europeo de bancos centrales, consolidando de esta manera con el sector público. La idea de utilizar bonos perpetuos para la reconstrucción ha sido ya utilizada por, de nuevo, economistas poco sospechosos como Luis Garicano. Recordemos que las perpetuas siguen consignándose como deuda de los estados -no está perdonada ni cancelada- pero aligerarían en gran medida el espacio fiscal de los gobiernos porque su servicio es nulo -no es necesario refinanciarlas.
El tercer grupo de críticas se ha centrado en la violación del principio de independencia del Banco Central Europeo y de la utilización de este método para sortear la cláusula de no bail out de los tratados. De nuevo tenemos que mostrar nuestro desacuerdo: el instrumento propuesto es, de hecho, un instrumento de política monetaria, y como tal, podría ser manejado por el Banco Central Europeo atendiendo a los principios de temporalidad y proporcionalidad ya establecidos en el Programa de compras de emergencia ante una pandemia del BCE (PEPP).
El cuarto -y último- grupo de críticas ha incidido en el poco valor que generaría la propuesta: el PEPP ya compra deuda y ya actúa sobre los tipos de interés, el output gap y la inflación. Viendo los resultados del mismo, nadie podría considerarlos suficientes. La diferencia fundamental del programa de reestructuración propuesto con el PEPP es que el PEPP, aun manteniéndose indefinidamente en el balance del BCE, no elimina la necesidad de refinanciación una vez los bonos lleguen a maduración, y no reduce el servicio de la deuda, que es el factor fundamental para calcular su sostenibilidad. Un programa de canje por perpetuas generaría nuevo espacio fiscal al reducir el servicio futuro de la deuda sin comprometer su sostenibilidad.
Si la propuesta puede ser útil y puede ser compatible con los tratados, ¿por qué no debatir sobre ella? ¿Por qué esta airada reacción? Periodistas sin escrúpulos han aprovechado para titular que el PSOE y Podemos no quieren pagar la deuda pública, obviando por completo el contenido de la propuesta, y a sabiendas de que el manifiesto fue firmado por economistas, a título personal, no solo de España, sino de numerosos países. Opinadores varios han ridiculizado la propuesta sin esperar si quiera a ver los detalles, apuntando al riesgo de que abrir este debate perjudique a la prima de riesgo (y haciendo al mismo tiempo todo el ruido posible para que así fuera, sin éxito). Y no ha faltado quien, se ha dedicado a atacar los firmantes y su solvencia intelectual, sin pararse a pensar que entre los impulsores de la iniciativa no sólo se encuentra Thomas Piketty (cuyos méritos académicos harían palidecer a cualquiera), sino varios catedráticos de la universidad española con muchos sexenios a sus espaldas, y que, como hemos señalado, ideas muy parecidas son habitualmente sostenidas por economistas de referencia internacional.
En definitiva, y como conclusión: creemos que la idea expresada en el manifiesto puede ser consistente, puede ser positiva, y puede ser legal si se estructura adecuadamente. Abrir debates al gran público trascendiendo los medios tradicionales de discusión de la disciplina no debería ser motivo de alarma, sino más bien una responsabilidad pública para todos los economistas.