Los talentos perdidos
Deberíamos reforzar a los niños y las niñas en aspectos contrarios a la sociabilidad predominante, si a las niñas debemos ayudarlas a ganar en autoestima y a ser más valientes, con los niños deberíamos trabajar más la solidaridad y la ética del cuidado.
Este próximo jueves, como cada 11 de febrero desde 2016, se celebra el Día Internacional de la Mujer y la Niña en la Ciencia. Este año, en el contexto de lucha contra la pandemia, la celebración de Naciones Unidas, a través de la UNESCO, lleva como lema «Las mujeres científicas, líderes en la lucha contra COVID-19«. Pero el de la UNESCO no será el único acto de celebración; cada año se llevan a cabo más eventos de distinta entidad con este motivo a lo largo y ancho del planeta.
No en vano, la preocupación por la falta de mujeres en el ámbito de la ciencia y la tecnología se ha incrementado. La pandemia nos ha hecho tomar mayor conciencia de nuestros desafíos globales y la aceleración de la digitalización en nuestras vidas ha hecho el resto. Teniendo en cuenta que los talentos están igualmente repartidos entre los sexos, pero no así las oportunidades, la infrarrepresentación de las mujeres en la ciencia y sobre todo, en la tecnología, se convierte en un problema al que debemos prestar mucha atención.
Aunque los datos en educación muestran, en general, una brecha de género favorable a las niñas en casi todos los países del mundo, según la UNESCO menos del 30% de los investigadores en todo el mundo son mujeres y sólo alrededor del 30% de las estudiantes escogen estudios superiores en el campo de las ciencias, la tecnología, la ingeniería y las matemáticas (STEM, según el acrónimo en inglés). Si estos datos ya son preocupantes, la brecha aumenta cuando nos centramos en la representación pública. Conocemos la ausencia de científicas y tecnólogas en los libros de texto, o de expertas en los medios de comunicación y en la cultura. Un estudio realizado en 2015 por el Instituto Geena Davis bajo el título de «Gender bias without borders» (Prejuicios de género sin fronteras) muestra que la representación cinematográfica de mujeres que trabajan en el campo de las ciencias se limita sólo a un 12%. Así no nos puede extrañar que, cuando en las escuelas se pide a niños y niñas que dibujen a una persona de ciencia o del mundo de la tecnología, estos tiendan a dibujar personajes masculinos. Las niñas carecen de referentes y los niños tienen donde proyectarse.
Además, los chicos crecen en un mundo en el que su realidad es el molde, lo universal, y donde las mujeres somos «lo otro». Libros como Data feminism de Catherine D’Ignazio y Lauren Klein nos muestran los círculos viciosos que se generan con estos sesgos y su ocultación. ¿Se han parado a pensar alguna vez de qué selección hablamos cuando decimos «selección española de fútbol» sin más? ¿De la masculina o de la femenina? El mundo es por defecto masculino. En la Wikipedia, las entradas sobre mujeres incluyen las palabras «mujer», «femenino», «señora», mientras que las de los hombres no incluyen los términos «hombre», «masculino» o «señor». Sólo tenemos emojis que representen las profesiones de ambos sexos desde 2016. Caroline Criado Pérez, en su libro Invisible women. Exposing data bias in a world designed for men, incluye numerosos ejemplos, algunos vinculados con la forma en la que se crían nuestros hijos e hijas. Se refiere, entre ellos, a un estudio sobre los dibujos animados entre 1990 y 2005, que reveló que sólo el 28% de entre los personajes que hablaban y que aparecían en ellos eran femeninos. Y así con todo. No nos puede extrañar, por tanto, que acabemos viendo como natural que los expertos que nos hablan sobre la pandemia en los telediarios sean mayoritariamente hombres. Ahora bien, en el futuro puede ser aún peor.
Tal y como ponen de manifiesto tozudamente las cifras, el acrónimo STEM esconde una brecha aún mayor, la que se conoce como «brecha digital de género», ya que las diferencias se concentran en los estudios y profesiones tecnológicas. En todo el mundo, la matrícula de estudiantes femeninas es particularmente baja (un 3%) en el campo de la tecnología de la información y las comunicaciones (TIC). En España, el documento Competencias transformadoras para la igualdad de género en la sociedad y la economía digital, presentado por el Grupo de Expert@s en Igualdad de Género en la Sociedad Digital (GEIGSD) a la Comisión de Reconstrucción del Congreso de los Diputados en junio de 2020, muestra cómo las mujeres cubren tan sólo el 15% de los puestos de especialistas TIC, el 23% del empleo en el sector digital, el 17% en la industria de los videojuegos y el 6% de los puestos directivos en el sector TIC y de contenidos. Y, como analiza aquí Cecilia Castaño, aún más escasa es la presencia de mujeres en los considerados sectores «frontera» de la innovación tecnológica: sólo hay un 18% de mujeres al frente de proyectos de Inteligencia Artificial; corresponde a mujeres la autoría de sólo un 18% de las investigaciones en congresos sobre machine learning; son mujeres sólo un 6% de los desarrolladores de aplicaciones móviles; un 6% de los diseñadores de software; un 11% de la fuerza laboral en el sector de ciberseguridad en el mundo, y en Europa esta cifra baja al 7%.
Y el problema no reside sólo en que hay pocas, sino en que la brecha no se cierra e incluso aumenta en algunos ámbitos, precisamente en aquéllos que están diseñando nuestro mundo actual y futuro, concentrando el conocimiento y el poder. Pensar que todo va a ir a mejor por arte de magia es un gran engaño. Es más, las mujeres fueron las computadoras en los primeros IBM o en organizaciones como la NASA. Recuerden la recreación hollywoodiense de Figuras ocultas, o que fue la esposa de John von Newman, la totalmente desconocida Klára Dán von Neumann, quien escribió en 1946 la mayor parte del código de programación que permitió al ENIAC, uno de los primeros supercomputadores, realizar las primeras proyecciones meteorológicas. No olvidemos que los avances en los ordenadores y en el mundo de la computación están ligados a los intentos militares de predecir y controlar el tiempo. Y las computadoras en muchos de esos proyectos militares o aeroespaciales eran mujeres porque a los hombres con conocimientos superiores en matemáticas se les contrataba para puestos de ingenieros, bien remunerados y con posibilidades de promoción, mientras que a aquéllas, aun teniendo las mismas credenciales académicas, se las mandaba a computación como mano de obra considerada no cualificada y mal pagada. Eran otros tiempos.
La presencia de mujeres en el mundo de la informática fue importante hasta los años ochenta, cuando, con la aparición del ordenador personal y de los videojuegos, comenzó a convertirse en un universo masculino. En España, las facultades de informática en los años ochenta tenían igual número de hombres y de mujeres en sus aulas, pero cuando la denominación cambió de «licenciatura en informática» a «ingeniería informática», el número de mujeres comenzó a descender. Así, no es de extrañar que también las empresas tecnológicas se hayan convertido en un universo masculino y sexista. El porcentaje de mujeres que abandona este sector después de 10 años de presencia en él es del 40%, comparado con un 17% para los hombres. Y las razones que estas mujeres aluden es a su falta de satisfacción con el trabajo, destacando la sensación de estancamiento y la dificultad para ascender. Y es que, por lo que sabemos, los mecanismos de promoción de estas empresas son bastante interesantes. Fue tan sólo en 2018 cuando, después de muchas denuncias, que no sólo no acabaron con su carrera sino que incluso supusieron promociones laborales, Andy Rubin, el creador de Android para Google, recibió una indemnización de 90 millones de dólares por ser despedido tras haberse demostrado ciertas las numerosas denuncias de acoso sexual a trabajadoras de la empresa. Con frecuencia se descubren en este sector patrones de comportamiento tóxicos que expulsan a las mujeres y que, en una dinámica perversa, lo hacen a veces antes incluso de que estas entren en el sector o incluso piensen que esa podría ser una opción vital para ellas.
No podemos olvidar que nuestras decisiones se adaptan a nuestras preferencias, pero que estas se adaptan a su vez a nuestras oportunidades reales y a las condiciones que vayamos a encontrar en ese mundo. Gina Rippon lo cuenta de manera magistral en su libro El género y nuestros cerebros. La nueva neurociencia que rompe el mito del cerebro femenino: «Lo que hace nuestro cerebro con nuestro mundo depende en gran medida de lo que encuentra en ese mundo», lo que nos lleva al terreno de las profecías autocumplidas. Al cerebro no le gusta equivocarse ni hacer predicciones erróneas. Si entramos en un sitio donde no hay gente como nosotras, percibimos que no somos bienvenidas. Si se nos mira como si formáramos parte de un expositor de carne, nuestro cerebro nos obliga a detenernos y evitar entrar o, si lo hacemos, marcharnos al poco tiempo.
Así las cosas y teniendo en cuenta que estamos en mitad de una disrupción tecnológica de ritmo exponencial, la conocida como brecha digital de género debe preocuparnos seriamente y hacemos bien, desde gobierno, parlamentos, instituciones, empresas y sociedad civil, en intentar, aunque todavía sin mucho éxito, cerrarla. Las nuevas tecnologías no solo limitan nuestras capacidades, sino que las determinan y dirigen activamente. Como nos dice James Bridle en su estupendo libro La nueva edad oscura. Tecnología y el fin del futuro, si no entendemos cómo funcionan las tecnologías complejas estaremos a su merced y a la de las élites egoístas y las corporaciones inhumanas que acaparan todo su potencial. Palabras que suenan aún más preocupantes cuando leemos noticias recientes, como que el estado de Nevada permitirá a las empresas tecnológicas constituir gobiernos del nivel de los condados, que tienen competencias importantes, por ejemplo, sobre las escuelas. Teniendo en cuenta que las ideas se copian fácilmente y conociendo el poder que comienzan a tener las grandes tecnológicas, miedo me da que nos puedan abocar, si no le ponemos freno, a una era tecnofeudal.
La preocupación sobre la baja participación de las mujeres en el mundo digital tiene ya unos años, pero ahora se ha incrementado por la pandemia y a la aceleración digital, y proviene desde distintos ámbitos o responde a distintas preocupaciones. Me voy a atrever a concentrar estos motivos en dos grupos: los de corte economicista y los vinculados a las reivindicaciones feministas.
Por la parte de los motivos economicistas está el argumento de la escasez de mano de obra cualificada y la geopolítica que esto lleva asociado. En el caso de Europa, el discurso es claro: si no queremos seguir quedándonos rezagados con respecto a EE.UU. y a China en la revolución digital, es necesario invertir en capacidades digitales y contar con todo el talento posible para que nuestros países y nuestra unión sean competitivos. Desde el punto de vista de la innovación también tiene sentido contar con todos los talentos disponibles y que estos sean cuanto más diversos mejor, porque de esa manera se amplía el abanico de soluciones y respuestas posibles a los desafíos que se abren ante nosotros. Esta retórica se inscribe perfectamente en los objetivos de las transiciones gemelas, la verde y la digital, que capitanean la política europea y los planes nacionales de reconstrucción, transformación y resiliencia a los que van asociados los famosos fondos europeos contra la crisis provocada por la COVID-19.
Este argumento está también muy presente en organismos internacionales, especialmente entre los países en desarrollo. Así, el Banco Mundial promociona este objetivo desde su World Bank Digital Development Global Practice. Algo muy interesante, si tenemos en cuenta que las brechas de género en las STEM son mayores en los países con mayores índices de igualdad, donde la libertad de elección es mayor, y menores en los países en desarrollo. Las grandes tecnológicas también están muy interesadas en esta política de reclutamiento de talento a lo largo y ancho de todo el mundo para aumentar la diversidad de sus sedes de Silicon Valley o Seattle, aunque esto podría acabar en una concentración cuasi vampírica del talento.
Por otra parte, existen razones de peso que venimos esgrimiendo las feministas desde hace años y que a su vez podemos dividir en dos conjuntos. En primer lugar, si los trabajos mejor pagados están y estarán en el ámbito tecnológico y digital, el futuro puede traernos un incremento de la brecha salarial de género que afectaría negativamente a la consolidación de los lentos avances que se han ido dando en igualdad en las últimas décadas. Sabemos que cuanto mejores son las condiciones laborales de las mujeres, mayor es su autonomía y su tasa de actividad, ya que los incentivos para abandonar el mercado de trabajo son menores.
En segundo lugar, quienes dominan las nuevas tecnologías no solo están ocupando puestos mejor remunerados en el mercado de trabajo, sino que además están diseñando el marco cognitivo del porvenir. Los algoritmos que configuran nuestra vida, nuestros deseos, nuestro trabajo están siendo diseñados principalmente por hombres blancos de clase media alta que vierten en ellos todos sus sesgos. Y es que la tecnología no es neutra y no tiene solución para todo, a pesar de la idea que lo defiende y a la que Meredith Broussard se refiere como «tecnochauvinismo». Esta supuesta neutralidad y este «solucionismo» son, en momentos de aceleración tecnológica exponencial, tremendamente peligrosos y van unidos a los sesgos arriba mencionados que a su vez se refuerzan con los sesgos de automatización y confirmación.
El sesgo de automatización nos lleva a fiarnos más de la máquina que de nuestras propias experiencias y conocimientos, lo que nos hace cada vez más dependientes de las tecnologías y, por tanto, de quienes las diseñan y dominan. El ejemplo más sencillo lo encontramos en el corrector ortográfico, pero también sabemos que nos hubiéramos ahorrado muchos accidentes de avión si las personas que los pilotaban hubieran confiado más en su experiencia y menos en las indicaciones de los pilotos automáticos. Sin el sesgo de automatización no existiría lo que se conoce como «muerte por GPS». Porque, además, debemos tener en cuenta el sesgo de confirmación, que reajusta nuestra percepción del mundo para que se adapte mejor a la información automática. Quien está detrás del diseño tecnológico está detrás de nuestro mundo y lo domina.
Por tanto, podemos concluir que hay razones de peso suficientes para promover la mayor incorporación de niñas y mujeres a los estudios y profesiones técnicas. No obstante, deberíamos hacer una autocrítica y reflexionar sobre la forma incompleta en la que estamos persiguiendo este objetivo. Uno de los aspectos más importantes que aportó el llamado feminismo de la diferencia en los años ochenta al corpus principal del feminismo fue que la igualdad a la que aspirábamos no tenía por qué consistir en igualar al varón. Si todas nos comportáramos, por ejemplo en el ámbito laboral, como siempre lo han hecho los hombres, con sus larguísimas jornadas laborales y su llegar a casa cuando los niños estaban ya bañados, no hubiéramos tenido hijos o no los podríamos haber criado. De ahí que en aquellos años se hiciera común decir aquello de que no queríamos sólo la mitad de pastel, sino hornear una tarta nueva, según otras reglas.
Y tal vez ahora, con las STEM y muy especialmente en los ámbitos digitales, lo adecuado sea hornear una tarta nueva. Puede que, al insistir en que las niñas tienen que entrar de manera prioritaria en las STEM, estemos prestigiando ese ámbito que aún es tremendamente masculino y desprestigiando otros también muy importantes donde las niñas brillan de manera clara. Así se explica que a los adolescentes, chicos y chicas, que eligen opciones de letras en los institutos los llamen «letardados» sus propios compañeros. Si damos un lugar privilegiado a la técnica cuando sabemos que cambiar los estereotipos y la socialización diferenciada por género, que están fuertemente impresos en nuestra cultura, nos va a llevar aún mucho tiempo, puede que estemos privilegiando a los chicos que reciben una educación y tienen unos modelos vitales que encajan mejor en ese molde.
Gina Rippon lo explica muy bien cuando expone los avances que ha habido en neurociencia y que están desmontando el neurosexismo y la neurobasura unidos a la idea de que los cerebros de las niñas y los niños son tan distintos que explican sus distintas aptitudes y preferencias frente a los estudios y las profesiones. No hay nada en nuestros cerebros que, en función del sexo con el que nacemos, nos predisponga hacia unas u otras ramas. Lo que sí ocurre es que, desde el momento en que nacemos, nuestros cerebros, que son esponjas y tremendamente plásticos, se enfrentan a las expectativas de nuestros progenitores, profesorado, familiares, medios de comunicación, industria del ocio… y, finalmente, a las nuestras. Un mundo sexista produce un cerebro sexista. Algunos estereotipos tiene su propio sistema integrado de refuerzo, porque una vez activados impulsan el comportamiento que se atribuye al estereotipo. De este modo, los juguetes pueden influir en las competencias que adquieren los niños y las niñas, los hombres y las mujeres del futuro. No hay que perder de vista que los estereotipos, que hacen natural lo que no lo es, tienen como propósito funcionar como atajos cognitivos, lo que hace que podamos encontrar más rápidamente nuestro camino en el mundo. Y eso es difícil de cambiar y provoca gran resistencia en las propias personas, pues todas necesitamos ser aceptadas.
Existen pruebas de que el cerebro procesa las categorías sociales asociadas a los estereotipos de forma distinta a cómo procesa otro conocimiento más general. Desde el tercer trimestre en el útero, los fetos tienen el cerebro preparado para la experiencia y una de las primeras experiencias que viven tiene que ver con una realidad sexuada, cuando son entregados a sus progenitores envueltos en mantas de distinto color o portando pulseritas rosas o azules. Esa sexualización ocurre ya incluso antes de nacer, con las mercantilizadas fiestas para revelar el sexo del bebé o con la decoración del cuarto donde éste dormirá.
¿Cómo actuar entonces? Creo que a la promoción de mujeres y niñas en las STEM y, muy especialmente en el mundo de la tecnología digital, habría que añadir al menos dos conjuntos de actuaciones.
Primero, tenemos que incidir en la alfabetización digital y en promocionar las competencias digitales de toda la sociedad, en todos los estudios desde la educación básica. Deberíamos ser capaces de entender los sistemas tecnológicos sin necesidad de aprender a programar, ya que la alfabetización sistémica posibilita la crítica y nos permite ganar en libertad. Esto nos conduciría a ambientes profesionales digitales más interdisciplinares, mixtos y diversos.
Segundo, no podemos prestigiar sólo lo vinculado con las STEM y situar las ingenierías en la cúspide de las aspiraciones de los escolares. No sólo las niñas, también los niños deberían aprender desde pequeños que cuidar de otros, en un sentido amplio del término es importante y, por tanto, valioso. Pues no sólo tenemos que hablar del talento que perdemos con las mujeres y las niñas —como también con personas provenientes de familias con pocos recursos, pertenecientes a minorías étnicas o de origen inmigrante— cuando no se incorporan a las STEM. También tenemos que pensar en el talento cuidador que nos perdemos con los hombres no incorporados al campo de los cuidados porque de pequeños no han sido socializados en la ética del cuidado, ni siquiera en el de sí mismos, ni se les ha orientado a dichos sectores profesionales porque no son prestigiosos o no están bien pagados.
En este sentido, deberíamos reforzar a los niños y las niñas en aspectos contrarios a la sociabilidad predominante. Si a las niñas debemos ayudarlas a ganar en autoestima y a ser más valientes, con los niños deberíamos trabajar más la solidaridad y la ética del cuidado. Esto deberíamos hacerlo también en la adolescencia, cuando existe un fuerte impulso de pertenencia al grupo que se podría aprovechar para desarrollar iniciativas de estímulo más contundentes que las actuales. Dentro de la campaña Women in Science & Engeneering (WISE), el proyecto «Gente como yo» trata de demostrar que cualquier tipo de personalidad puede ser compatible con el desarrollo de una carrera científica. Como he dicho anteriormente, estas iniciativas deberían tener su correlato para los chicos en torno a profesiones cada vez más feminizadas, como las relativas a los cuidados, incluyendo la educación y las sanitarias. Por esto creo que debemos hablar de talentos perdidos en todos los ámbitos y en todos los géneros y comenzar a luchar de una vez por borrar los estereotipos de género que tanto nos limitan como sociedad.