El virus de la desigualdad y la desconexión. Pongamos que hablo de Madrid
En lugar de prevenir que la población más vulnerable de nuestra ciudad sufra como está sufriendo las mayores tasas de contagios, han optado por la discriminación territorial: somos la mano de obra barata de esta ‘ciudad global’, somos el lugar donde se ubica todo lo que la ciudad necesita pero le molesta.
Coincidiendo con el último día del verano, el gobierno de la Comunidad de Madrid va a confinar parcialmente a 855.193 personas que viven en 37 zonas sanitarias que coinciden con algunas de las de menor renta media de toda la región. Y es que el COVID-19 se solapa con otro virus, el de la desigualdad, que lleva décadas creciendo y que está a punto de mutar en el virus de la desconexión.
Al principio de la pandemia y tras la muerte de algunas personas que se encontraban entre las más ricas y poderosas de sus respectivos países, creímos que, contrariamente a la crisis anterior, ésta no entendía de clases. Pero pronto vimos que esto no era así, que la tan aclamada estrategia de Singapur y su app de rastreos para combatir el virus había hecho aguas frente al hacinamiento y las condiciones de vida poco dignas en los que viven muchos trabajadores inmigrantes.
Ahora que vemos rebrotes o segundas olas por todas partes, podemos identificar un patrón global. El virus se ceba con las zonas más pobres, con menos espacios y más reducidos, con menos servicios públicos, donde la mayor parte de las personas tienen empleos que los dejan más expuestos al contacto con terceros y sin posibilidad de teletrabajar, y viajan en un transporte público donde las más de las veces es imposible mantener la distancia de seguridad.
Es un paradigma global fruto de una realidad también global, que nos ha llevado a niveles de desigualdad económica desconocidos desde hace un siglo. Una desigualdad que no es casual, sino consecuencia de décadas de políticas y reglas de juego neoliberales centradas en recortes del gasto público y privatizaciones, de reformas fiscales regresivas, deterioro de los servicios públicos esenciales y disminución de la participación de los salarios en las rentas de los países, y, lo que es peor, de unos cambios culturales que hacen posible vivir sin percibir que esa desigualdad crece cada día.
Ahora bien, como siempre, hay territorios en que esta realidad se presenta de manera más descarnada por las propias dinámicas económicas, pero también a causa de las políticas impuestas, y Madrid ha sido una alumna aventajada en la puesta en marcha de esas políticas y reglas de juego neoliberales. No es de extrañar, por tanto, que las cifras de contagios muestren una desigualdad tan grande en función de la renta media de los distritos y municipios afectados.
Y es que esta pandemia se desarrolla sobre realidades muy desiguales. Muchos organismos internacionales y economistas nos alertan de que, si no acertamos con las políticas aplicadas, las desigualdades crecerán más que durante la crisis del 2008 y bajo las equivocadas políticas de austeridad que se impusieron para en teoría combatirla, lo que nos conducirá a una auténtica bifurcación o desconexión de consecuencias imprevistas y, muy posiblemente, nefastas.
Acertar con las medidas es, por tanto, fundamental. Sin duda, hay que combinar las de corto plazo, entre las que detener los contagios debe ser la prioridad, con otras de medio y largo plazo, que frenen y reviertan los altos índices de desigualdad. Porque, de no ser así, la frustración de la población más afectada puede hacer naufragar las terapias inmediatas, impedir la reducción del número de contagios y agravar la situación económica. Y no parece que las medidas que entran en vigor en la Comunidad de Madrid vayan a la raíz del problema, sino que más bien pueden conseguir la estigmatización de cientos de miles de personas y su consiguiente indignación.
Eso no quiere decir que no haya que tomar medidas selectivas. Se puede constatar estadísticamente que las zonas del sur de Madrid tienen una incidencia más alta de contagios de COVID-19 que los municipios y distritos de mayor poder adquisitivo del centro y norte de la comunidad. Por otra parte, los confinamientos selectivos se vienen probando desde el inicio de la pandemia y buscan dar con la tecla del difícil equilibrio entre frenar los contagios y las muertes y mantener una cierta actividad que amortigüe la gran depresión económica que ya empezamos claramente a transitar. Nadie dice que sea fácil acertar, pero hay que intentarlo y con coherencia.
Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, presentó estas medidas de restricción sólo días después de haber, una vez más, derrochado frivolidad en sus declaraciones, al culpar del contagio al modo de vida de las personas con menos recursos, y después de llevar la confrontación política hasta extremos esperpénticos. Días después, también, de comparecer en la Asamblea de Madrid para anunciar otra ración de políticas neoliberales, con su correspondiente bajada de impuestos, lo que redundará en el ulterior deterioro de los servicios públicos, ya de por sí muy castigados, y en el incremento de la vulnerabilidad de amplias capas de la población y, por supuesto, de la desigualdad.
Una desigualdad que posiblemente muchos no vean, empezando por los votantes del PP de Díaz Ayuso y de los partidos, Ciudadanos y Vox, que la sostienen en el poder. Porque a veces es difícil percibir ese engranaje que, a base de trabajo precario y condiciones de vida poco dignas, permite el nivel y modo de vida del resto. No lo ven quienes votan a partidos que responsabilizan de la pobreza a quienes las sufren y no siempre lo ven en su día a día personas que optan por opciones políticas más solidarias y comprometidas con la igualdad. Sólo había que asomarse a los balcones durante el confinamiento y observar las caras de miedo de los riders, que no dejaban de pasar cargados de cajas de hamburguesas a sus espaldas, pero es que cuando no se quiere cocinar, eso no se ve, y es así como perdemos la conexión con nuestros conciudadanos.
Es difícil ver realmente a quienes nos sirven. No todo el mundo puede teletrabajar, no todo el mundo puede parar. Y no me refiero sólo a los cuidados que nunca paran, ni a los trabajos considerados esenciales donde se mezclan trabajos cualificados, relativamente bien remunerados y socialmente bien considerados, con otros mal pagados, con condiciones laborales indecentes que llevan a vidas precarias, y que, para colmo, no tienen ningún reconocimiento social. También están los que no pueden parar porque no tienen colchón financiero alguno o temen ser despedidos si no acuden a su puesto de trabajo cada día.
La presidenta de la Comunidad de Madrid ha querido apostar por esa desconexión entre barrios y entre personas para que sus votantes sigan sin ver ese engranaje que funciona especialmente en grandes urbes desiguales como Madrid y su hinterland. Con las medidas que entran en vigor mañana, no permite a las personas de esas 37 zonas tomarse un café o una cerveza en sus barrios, pero sí que crucen la ciudad en vagones de metro atestados para servir esos mismos cafés y cervezas en otros barrios, en otras realidades, a gentes que viven en otras casas, con otros metros cuadrados, y que tienen otras cuentas corrientes.
No autoriza a las madres a llevar a sus propios hijos a los parques infantiles de sus barrios, pero sí a llevar a los de otros en otros barrios, otros que llevan otras ropas, aprenderán pronto otros idiomas y también a no ver a quienes les sirven. Los intereses económicos de esos otros seguirán intactos, mientras los adolescentes de las zonas restringidas no podrán jugar al futbol al aire libre en los parques, pero sí hacerlo a puerta cerrada en las casas de apuestas, desarrollando una adicción que también entiende de clases.
No es de extrañar que haya protestas y que las asociaciones del sur de Madrid estén denunciado las medidas aprobadas con frases como éstas: “En lugar de proteger, cuidar y prevenir que la población más vulnerable de nuestra ciudad sufra como está sufriendo las mayores tasas de contagios, han optado por la estigmatización, la exclusión y la discriminación territorial […]. Somos la mano de obra barata de esta ‘ciudad global’, somos el lugar donde se ubica todo lo que la ciudad necesita pero le molesta”.
Tenemos que tomar esta indignación muy en serio porque no crece sobre la frivolidad de las caceroladas de Núñez de Balboa en pleno confinamiento, sino sobre un sistema desigual y unas políticas injustas y equivocadas. Debemos evitar como sea que haya reacciones violentas, por eso la solución no puede ser incrementar la vigilancia policial para garantizar que los afectados se confinen para unas actividades y no para otras, en unos espacios y no en otros.
La solución no puede ser la desconexión. Como escribía la novelista Harper Lee en Matar a un ruiseñor, “Nunca entiendes realmente a una persona hasta que consideras las cosas desde su punto de vista, hasta que te metes en su piel y caminas con ella”. El modo de vida de las personas que sufren mayores niveles de contagio no es un modo de vida elegido por ellos.
Necesitamos políticas en las que todas las personas cuenten y que garanticen unas condiciones de vida dignas a todas las personas de todos los territorios, incluidos los del sur de Madrid. Y necesitamos empatía y ponernos en los zapatos de esas personas que estarán confinadas en sus barrios de residencia, pero no en aquellos donde trabajan. Y si realmente lo hacemos, no querremos volver a la anterior normalidad, tremendamente desigual, injusta y depredadora del medioambiente, sino construir una nueva con luces largas. Pero para ello debemos acertar también con las medidas más inmediatas y tener presente en todo momento la dignidad de las personas más vulnerables.